El “mito” de la Resurrección

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“Los doce apóstoles sufrieron cárceles y vejaciones por predicar a Cristo vivo…”

 

 

El mundo cristiano estará celebrando la Resurrección de Jesu­cristo hasta el 31 de Mayo, día de Pentecostés. Tan importante es la fe en Jesús resucitado que San Pablo llegó a escribir: “Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe” (1Cor. 15,17).

Cada año se dejan oír voces racionalistas que descartan la resu­rrección. El racionalismo le da “permiso” a Dios para actuar sobre las almas, pero no sobre la materia. De ahí su dificultad en aceptar la virginidad de la Madre de Jesús, la transustanciación eucarística y la resurrección.

Un escrito reciente atribuía los relatos evangélicos de la resurrección de Jesús al influjo de un mito de origen sumerio. Pero el autor de ese artículo olvida que los apósto­les, testigos de la resurrección, eran incultos pescadores de Galilea sin conocimiento de las culturas anti­guas. También ignora que había profetas en Israel siempre alertas para proteger el excepcionalismo de pueblo elegido; denunciaban todo lo que pudiese contaminar su fe monoteísta.

El racionalista debe explicar por qué la tumba de Jesús apareció vacía al tercer día de su muerte y sepultura. La primera explicación la dieron los soldados que custodiaban el santo sepulcro. Lástima que ese argumento se basase en testigos dormidos: “Digan que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras Ustedes dormían” (Mt. 28,13). (!)

Suponiendo que los discípulos hubieran exitosamente escondido el cadáver, ¿qué ganaron con predicar la resurrección de Jesús? Esa prédica hizo que los racionalistas atenienses se burlasen de San Pablo: “Unos lo tomaron a broma; otros le dijeron, ‘de esto te oiremos en otra ocasión’” (Hech 17,32).

Pero la oposición no se limitó a burlas. Los doce apóstoles sufrieron cárceles y vejaciones por predicar a Cristo vivo; eventualmente todos padecieron muerte martirial con excepción de San Juan.

Posiblemente quienes rechazan la resurrección imaginan que se trata de una resucitación a la vida ordinaria. Con frecuencia en las playas sacan a un ahogado que dan por muerto, pero los paramédicos lo resucitan. Eso no es lo que celebran los cristianos en tiempo pascual. Tampoco se parece la resurrección de Jesús a las resucitaciones que realizó a favor de Lázaro, la hija de Jairo y el hijo de una viuda de Naím.

La Iglesia celebra la Resurrec­ción de Jesús a la vida inmortal y gloriosa. Ciertamente que aquí nos movemos en el terreno de la fe. La Iglesia cree el testimonio de quie­nes vieron a Jesús vivo después de haber estado sepultado casi tres días. Jesús no quiso probar su nueva condición apareciéndose a Caifás, Herodes o Pilato para despejar toda duda. “Dios lo resucitó y le conce­dió la gracia de manifestarse no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios” (Hech 10, 40-41).

Los beneficiarios de las apariciones del Resucitado cuentan que no esperaban verlo vivo, y que, ade­más, les costaba trabajo recono­cerlo. Era el mismo Jesús de antes, y al mismo tiempo diferente, no sujeto a las leyes físicas del tiempo y del espacio. Jesús entró en una nueva dimensión del existir, llamada celestial o gloriosa. Millones de cristianos llevan veintiún siglos de bienaventurada comunión con Cristo vivo.

“¡Bienaventurados los que crean sin haber visto!” (Jn 20,29).

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