De Roma a Cienfuegos

2
520

Antes de regresar de Roma, ya se me había dicho que estaba destinado a la Parroquia San Lorenzo, Cienfuegos, en Santiago de los Caballeros. A mi regreso me reuní con el padre Ramón Dubert, quien me explicó lo relativo a la pa­rroquia que yo iba a asumir. Luego cambiaron los pla­nes, y el Obispo envió como párroco de Cienfuegos al querido Mons. Gilberto Ji­ménez y a mí me nombró párroco de la recién creada Parroquia Nuestra Señora de Guadalupe, siendo su centro el barrio Manolo Ta­várez (Los Salados).

Alguien del obispado me dijo luego que yo no era pá­rroco sino administrador, porque en Santiago nadie era nombrado párroco. Pero párroco era la palabra que tenía mi nombramiento; no sé quién se equivocó.

Yo residía en Cienfue­gos con Mons. Jiménez y viajaba desde ahí a los ba­rrios Camboya, Los Sala­dos, Buenos Aires… y todo el resto de la nueva parroquia. Ésta fue desmembrada de la Parroquia San Fran­cisco de Asís, cuyo párroco era el padre Pedro Maha­mud, misionero de Burgos.

La ayuda del padre Pedro fue muy buena para mí; incluso me prestó una especie de diario que llevaba, en que anotaba detalles prácticos de la vida parroquial, sobre todo asuntos económicos. De él aprendí a hacer algo parecido y, aun­que no anoto todo lo que debería, inicié una libreta al comenzar mi episcopado en Baní.

El padre Pedro Maha­mud fue alguna vez en su moto a verme a Ciengue­gos; le pregunté si sus reflejos estaban buenos, pues lo encontraba pasado de edad para tal ejercicio. Me dijo que estaban perfectos. Al poco tiempo se accidentó en él y estuvo interno. Cuando se sanó vino a verme, para mirar en su libreta el precio al que había adquirido el motor, porque pensaba ven­derlo.

Cuando Mons. Jiménez fue llevado a la Catedral, mandaron a Cienfuegos co­mo vicario de ambas parro­quias al padre Freddy Blan­co. Teníamos una sola ca­mioneta para los dos.

El padre Pascual Torres, que era capellán, nos ayudó a conseguir algún motor de los que retenía la Policía. Fuimos a la fortaleza San Luis y nos entregaron un Honda 50 verde; me dijeron que nadie lo reclamaría. Co­mo estaba en buenas condiciones, invertí algún dinero para mejorarlo. En él andaba todo Santiago y hasta me iba a mi casa, a Licey. Pero una tarde se apareció el dueño; lo interrogué y me dio detalles del motor que solo el propietario podía sa­ber. Como la policía me lo había entregado, lo referí a la misma para que lo recuperara. El joven dueño re­sultó ser hijo de un Diácono permanente.

La policía me entregó otro igual, pero rojo, cuyo dueño –según ellos– había muerto. En ese anduve des­pués hasta que me traslada­ron al Seminario Santo To­más de Aquino. Pero la cosa no fue igual: varias veces llegué con él de mano, pues se dañaba en el camino.

También me encargaron, durante este tiempo, del departamento de Estudios Teológicos de la UCMM, debido a que convalecía en España el querido padre Eduardo Martín, misionero de Burgos, que era su Di­rector. En esto me fue de mucha utilidad la comprensión y experiencia de la se­cretaria de este departamento, la Sra. Fior Disla, y mi amistad con su esposo y fa­milia.

Fui muy bien tratado por el Rector, Mons. Agripino Núñez, los Directores y Profesores. De este tiempo recuerdo especialmente al Profesor Ricardo Miniño, siempre gentil conmigo, al Vicerrector Rafael Emilio Yunén, al Profesor Arturo Russell, a las Profesoras Dulce Rodríguez e Inmacu­lada Adames, entre otros.

Siguiendo los pasos del mismo padre Eduardo, yo impartía Sagrada Escritura. Me fue de mucha satisfacción encontrar buenos alumnos, empeñados en aprender y profundizar sus conocimientos. No era raro que algunos buscaban estas asignaturas para subir un poco su índice académico.

Hasta en facebook me he encontrado con algunos de los que en ese tiempo estuvieron en mis clases y agra­decen lo aprendido. Me sa­tisface, por supuesto.

Como puede verse, esta fue una experiencia muy va­-riada y muy rica. Adquirí mucha experiencia en San Lorenzo de Cienfuegos y N. S. de Guadalupe; algún tiempo ayudamos también en Las Colinas.

Encontramos mucha gente de fe, que edifica con su testimonio. A muchas de esas personas las recuerdo todavía con sus nombres. Por supuesto, experimentamos también la dureza de la vida de los llamados barrios populares; aunque de esto sabía un poquito, pues cuando seminarista hacía algo de trabajo pastoral en algunos barrios, como La Cuarenta, y luego con los padres Francisco Javier Lemus y Matías Bas, jesuitas, en Los Guandules, Santo Domingo.

La primera noche que nos tocó dormir en la casa curial de Cienfuegos a Mons. Jiménez y a mí, pusieron casi al frente de la casa, un tremendo aparato de música, de una supuesta barra. Yo no pude dormir; por algún momento estuve tratando de conciliar el sueño incluso en el baño, por más resguardado, pero los mosquitos no me dejaron. Al día siguiente pregunté a Mons. Jiménez si había dormido; cuando le dije lo del baño, me dijo que él incluso había tratado de dormir en la cocina. Gracias a Dios que se enteró Enrique el esposo de Oneida (quien luego sería Diácono permanente); como había sido guardia, encontró el modo de persuadir a los vecinos para que cambiaran sus hábitos. Al mismo Enrique le tocó intervenir en otro suceso. Un domingo, poco antes de empezar la santa Misa, entró a la iglesia un hermano de la querida Mela, que perdía el juicio. Entre otras cosas, arrancó los cables con los micrófonos y tumbó la repisa de San Lorenzo, cuya imagen quedó indemne en brazos de una doña que acudió velozmente en su auxilio. Entonces llegué yo al lugar de los hechos. Me dirigía hacia el hombre enfurecido cuando llegó Enrique y me dijo que lo dejara a él; el hombre permanecía dentro de la iglesia, un poco cerca de la puerta principal, pero se resistía a abandonarla. Enrique se le acercó, le fue encima, y cayeron al piso, frente a la entrada. Pudo dominarlo, pero no sin antes el hombre violento darle una pequeña mordida. Le agradecí mucho a Enrique, y pensé que si así le había ido al fornido exmilitar, lo mío hubiera sido mucho más que una mordida.

Siento mucha alegría por el crecimiento de los fieles debido principalmente al trabajo continuado y profundizado por los demás sacerdotes que han laborado en dichas parroquias. Mientras vida tenga recordaré con cariño a tantas personas que nos favorecieron, y con las que compartimos nuestra fe.

2 COMENTARIOS