En lo profundo de nuestros corazones hay un anhelo de felicidad
En el Evangelio de este domingo el evangelista Mateo nos trae las tres últimas (y brevísimas) parábolas pronunciadas por Jesús en su discurso parabólico (Mt 13): el tesoro escondido, el mercader de perlas preciosas y la red echada en el mar. Las dos primeras nos hablan de algo preciado, que se encuentra o se busca.
En el primer caso el encuentro sucede por casualidad, quien compra el campo se encuentra el tesoro; en el segundo, el encuentro es fruto de la búsqueda. No sé por qué estas dos parábolas me hacen pensar hoy en la felicidad. Veamos qué sale.
Todo hombre es un infatigable buscador. Pero, ¿qué busca el hombre cuando busca algo? ¿Qué desea? No es una pregunta extraña para el pensamiento humano. Aristóteles en algún momento afirmó que al final del camino lo que el hombre busca es ser feliz. Ese es su máximo deseo. Tomás de Aquino, en esta misma línea, hablará de beatitud. La psicología moderna orientará la cuestión hacia la realización personal o búsqueda de sentido; mientras que una perspectiva más piadosa hablará de plenitud o salvación.
Especial consideración merece San Agustín. Tal vez sea uno de los que de forma más incisiva se haya planteado el asunto. Nos dice: “Es opinión de los que de cualquier modo pueden hacer uso de la razón que todos los hombres desean ser felices. Quiénes lo son y de dónde les viene la felicidad, que buscan los débiles mortales, ha suscitado muchas y grandes controversias, en que han consumido sus esfuerzos los filósofos”. Aunque ya Séneca había dicho algo semejante en su librito Sobre la felicidad: “todos los hombres quieren vivir felices”.
En nuestros días ha sido Julián Marías, quien en su hermoso libro La felicidad humana ha rescatado la idea de la búsqueda de la felicidad como algo de carácter universal: “Si le preguntamos a todas las personas que nos encontremos si quieren ser felices, ciertamente todos nos dirán que sí.
En lo profundo de nuestros corazones hay un anhelo de felicidad, todos queremos serlo, el problema está en cómo lograr esa felicidad, cómo realizar ese anhelo que llevamos en lo más hondo de nuestro corazón, cómo acertar en el camino que nos conduzca a ser felices, a realizarnos y a desplegarnos como personas”.
Me pregunto: ¿Puede el hombre por sí mismo alcanzar lo que anhela? ¿Está en sus manos dar respuesta a su deseo de búsqueda? ¿Puede granjearse a sí mismo la felicidad? Julián Marías nos recuerda un dato que me parece importante traer aquí: Hay muchos adjetivos correspondientes a la felicidad: feliz, dichoso, afortunado, bienaventurado; pero no hay un verbo de la felicidad. Y se pregunta: ¿es que la felicidad no es una acción? Por mi parte, pienso que no hay verbo relativo a ella porque no depende sólo de nosotros alcanzarla. Esto lo podemos constatar en el hecho de que en cada experiencia satisfecha siguen latentes tanto el deseo como el anhelo de un sentido abarcador. Sigue presente la pregunta por el sentido del todo. No acaba la insatisfacción.
¿Cómo debemos entender ese “no depende solo de nosotros”? ¿Acaso hay algo que nos corresponda hacer a nosotros para dar con la respuesta a una pregunta tan fundamental? La partícula “solo” parece así indicarlo. Pero visto el asunto desde otro ángulo, el “solo” nos remite a otra realidad distinta de nosotros mismos. En todo caso, si dependiera solo de nosotros dar respuesta a la pregunta sobre la felicidad no hubiera hombres desdichados, pues, como hemos dicho, ser feliz es lo que toda persona desea alcanzar. Pero con frecuencia sucede lo contrario.
Debemos ser conscientes, pues, de nuestra incapacidad para encontrar por nosotros mismos lo que buscamos. Con razón las dos parábolas que iluminan esta reflexión parecen oponerse o complementarse: una habla de encontrar y la otra de buscar. ¿No será que el ser humano se afana en buscar aquello que solo puede alcanzar si se le es dado? Ciertamente, lo más valioso siempre nos llega como regalo
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