Hay trigo… y también cizaña

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El trigo y la cizaña son algo más que dos plantas. Son dos rea­lidades que pueblan la tierra. Y por la parábola de la semana pasada (la del sembrador) sabemos que la tierra es el corazón humano. El trigo y la cizaña, además de estar presentes de forma objetiva en el mundo, en la maldad y la bondad manifiestas, también lo están en forma de polos opuestos en nues­tro interior. Luces y sombras son expresiones constitutivas del ser humano, somos una especie de claroscuro. Un cuadro muy parti­cular que salpica el entorno donde nos movemos.

Porque en la parcela interior del ser humano hay trigo y cizaña es que estos tienen presencia en el mundo. Las luces y sombras de nuestro interior las proyectamos hacia el entorno que nos movemos. Muchas personas luchan por ser solo trigo, pero se les hace imposible, porque la luz siempre proyecta sombra cuando baña los objetos. El día menos pensado se dan cuenta que la cizaña crece a la par del trigo. Para muchos esa ex­periencia es causa de angustia, y con razón, pues hemos sido crea­dos para tender al bien.

La parábola nos recuerda que separar el trigo de la cizaña exige un alto grado de paciencia. Si in­tentáramos arrancar a destiempo la cizaña corremos el riesgo de arra­sar también con el trigo. Lo mismo pasa cuando intentamos erradicar la sombra; cuando nos empeña­mos en ello nos arriesgamos a opa­car la luz o a eliminar los objetos sobre los que esta se proyecta. La cizaña es tan parecida al trigo, y las raíces de una y otro se entrela­zan tan fuertemente, que al arrancar aquella podríamos acabar también con este. El trigo y la cizaña crecen juntos.

A nosotros nos corresponde esperar el momento oportuno para hacer la debida separación. En ese sentido la parábola también es un llamado a la paciencia. En efecto, con ella Jesús quiere hablarnos de la paciencia de Dios, al tiempo que nos interpela sobre la nuestra.

Recordemos que la paciencia consiste en perseverar en la lucha. No se trata de una absurda resig­nación, sino de una invitación a no darnos por vencidos cuando las cosas se complican.

Pensar que somos perfectos y sin defectos, o que el mundo po­dría serlo, es una idea muy poco realista. Basta echar una mirada en nuestro entorno o acercarnos a cualquiera de las tantas fuentes de información que hoy tenemos para darnos cuenta de que el trigo y la cizaña están presentes en todas partes. En nuestras manos solo está tolerarlos y, llegado el mo­mento oportuno (“el tiempo de Dios”), tratar de disminuir la cizaña tanto como sea posible.

San Pablo, en la Carta a los Ro­manos, nos da la clave: erradicar el mal a fuerza del bien. Si todos hiciéramos el esfuerzo de ejercitarnos en la bondad, no quedaría espacio para la maldad en nuestros corazones.

Erradicar completamente la cizaña, llevar a cabo el juicio defi­nitivo, le corresponde solo a Dios. A nosotros nos toca sembrar el bien para que a la hora de la intervención divina haya más trigo y menos cizaña. Pero acabar con la cizaña que haya es tarea suya, no nuestra.

Los seres humanos somos muy cortos de mira, podríamos confun­dir fácilmente el trigo con la cizaña y acabar con ambos. Es un discernimiento que corresponde a la agudeza de la mirada divina. Dios mira el mundo y no lo destruye; mira nuestro corazón y espera que se recomponga. Su paciencia es el reloj que marcará el momento oportuno para la cose­cha del bien y la quema del mal.

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