Solidaridad entre los trabajadores

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Miembro del Equipo Sacerdotal de la Zona Pastoral de Imbert

Para visitar las comuni­dades de montaña, subíamos la loma en animales, a veces casi moribundos –eso pare­cían– pues la gente tenía por principio no enviar animales vivos, no fueran a tumbar a los sacerdotes (se supone que serían pésimos jinetes). A menudo los despachaba y me iba a pié; aunque un día lo hice así para subir a Los Pomos de Altamira y llegué con jaqueca (migraña), por lo que tuve que celebrar casi de memoria, pues no veía el misal.

Recuerdo haberme caído de estos animales dos veces, regresando de Los Pomos. Una fue al cruzar un río; era un animal alto y, no sé có­mo, cuando cruzó me lanzó hacia el suelo. Fui a dar a uno de los pocos espacios de arena que había, entre montones de grandes piedras. La otra caída fue subiendo una pequeña cuesta. El animal quiso seguir una trillita muy cercana al precipicio y yo halé la rienda para hacerlo subir por un pequeño pretil. El animal cayó al suelo. Cuando yo vine a tomar conciencia, me encontré en me­dio de la trilla con las manos repletas de hojas, como para un baño. Me había agarrado de los matorrales, al borde del precipicio, y eso explicaba las muchas hojas en mis manos. Pero quien más se asustó fue el muchacho que me llevó el animal. Iba montado en las ancas, y cayó de­trás de mí, por lo que pudo ver lo que yo no vi: si el enorme animal se volteaba del pretil en que cayó, me arrastraría consigo hacia abajo. Pero, gracias a Dios, no sucedió.

En uno de esos animales lentos bajaba yo de Barrero, la tierra del P. Lucas Cruz Martínez y su hermosa fami­lia. Al cruzar el pequeño río Pérez, había un grupito de damas lavando la ropa. Al verme pasar dijo una: “Ese es el padre…” Y añadió otra: “Sí… dizque no se casan.” Y oí nítidamente que otra  agregó: “Por eso es que mueren locos…”.

Cuando comento este su­ceso digo que en mi vida he visto todo lo contrario: ­sacerdotes que llegan a la ancianidad aconsejando a los casados para que no se pongan locos… (En cuanto a mí debo decir que admiro mucho a siquiatras y sicólogos –incluso quise ser uno de ellos– pero en toda mi vida solo visité uno en mi ju­ventud, casi por monería, y aunque le agradezco, no quedé con deseo de volver, pues no sé cuántas veces atendió el teléfono mientras me “escuchaba”…).

Una vez que Monseñor Moya hacía la visita pastoral a la Zona me tocó acompa­ñarlo a la comunidad de la loma llamada La Cachimba de Altamira (llamada también La Cabirma). Llegába­mos en vehículo hasta El Al­macén y lo dejábamos en la casa de la querida familia Silverio (Nena y Corcino, y su hija María). Esa vez trajeron para Mons. Moya un mulo con un gran aparejo nuevo. Es lo peor que hay, pues es sumamente ancho e inestable, y el que se monta queda con las piernas ar­queadas. Mons. Moya se montó, pero se sentía inseguro y dijo que si no apare­cía una silla no podría subir a la loma. El hombre que llevó el animal hizo diligencia y la encontró. Era como hora y media de camino. Luego me tocó volver a esta comunidad acompañado de Víctor Frías, el sacristán de Altamira. Habían prometido dos mulos y se presentó un señor con uno solo, en el que nos turnábamos Víctor y yo. En un momento en que yo iba montado, entreví en el cafetal algunas personas que bajaban. Pude figurar como una mujer no completamen­te vestida y pensé que alguna se había enfermado y la sacaron rápidamente, quizá con alguna toalla sobre los hombros, según era costumbre. Pero la realidad era otra: se trataba del animal que de­bieron traer para nosotros, que traía otra pasajera. Una mujer de vida alegre que su­bía a bailar y a hacerle figu­ras a los hombres en un colmado de la loma, para sacarle los centavos, y parece que en agradecimiento, nuestro hombre le había cedido “el mulo del padre”. Ese día es inolvidable para mí porque, además, ya en la celebra­ción, en el momento de la homilía me tragué un jején (había cantidad de estos in­sectos). Como pican mucho en la garganta, me atacó una tos muy fuerte. Una doña salió con un jarro y lo llenó de agua del pequeño río que bordea la capilla, y con eso mejoró mi situación.

Aprendí mucho de la gente, sobre todo de su testimonio de fe. Recuerdo con qué devoción cantaba una doña la Salve, en una loma no muy lejos de Guananico ; a la que se va respondiendo Dios te saalve, Mariía. Ten­go la idea de que fue el Pa­dre Vinicio Disla quien po­pularizó luego esta salve.

Por otro campo de Guananico, pero más cercano al pueblo, fue que me dijo un señor mayor que esta vida es como quien se mete debajo de un aleo (alero) a esperar que pase la lluvia. Cuando pasa, hay que seguir el ca­mino. Y en esa misma rancheta que era la capilla, sentado sobre una tabla que ha­cía de banco, después de escuchar el evangelio de la sagacidad de los hijos de las tinieblas, otro me contó algo que yo relato de vez en cuando. Vivía por aquellos luga­res un campesino adinerado y dos ladrones se propusie­ron una noche hacerle la vi­sita. En medio de las tinie­blas cavaron sigilosamente un hoyo en la tierra para en­trar así a la casa campestre. Cuando ya estaba terminado el hoyo le susurró un ladrón a otro: “Entra ya”. A lo que el interpelado respondió di­ciendo que esperara. Fue entonces al conuco cercano, tomó una cepa de plátano y cortó un pedazo de algo más de un metro. Entonces se quitó la gorra que llevaba puesta y se la puso a la cepa, en una punta. Luego la metió por el hoyo que habían he­cho y, no bien entró, se escuchó el silbido sordo que cer­cenó la cabeza con la gorra, mientras una voz decía: “Cógelo, que está en el suelo”. Y el pedazo de cepa cayó, rodando por tierra. El astuto dueño de casa había sentido la operación de los ladrones, y esperaba -machete en alto– para recibirlos. Pero los la­drones salieron más despiertos que el dueño, que quiso decapitar al intruso y solo logró derramar sangre de plátano.

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