Desde el inicio de la creación la intención de Dios es que fuésemos sus hijos
Sabemos que la alianza de Dios con su pueblo aparece formulada de distintas maneras a lo largo de la Sagrada Escritura, siendo las más recurrentes las siguientes: “Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios”. Lo mismo que: “Israel será para mí un hijo y yo seré para él un padre”. Pablo recoge de manera conjunta ambas formulaciones en 2Cor 6, 16.18: “Nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: ‘Habitaré en medio de ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo […] Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas’”. (Cf. Lev 26, 11-12; Ez 37, 27; Jr 31, 9).
La alianza, consiste, por consiguiente, en que Dios nos ha hecho suyos, sus hijos. Por esa alianza podemos llamarlo Padre. Pablo es recurrente al momento de resaltar nuestra relación con Dios bajo la figura de hijos adoptivos (somos hijos por el Espíritu o, como se oye decir en nuestros días, hijos del corazón de Dios. Rm 8, 15; Gal 4, 5; Ef 1,5).
Para que se establezca esta relación con el hijo es siempre el padre (y la madre) quién toma la iniciativa, sea engendrándolo o adoptándolo. Desde el inicio de la creación la intención de Dios es que fuésemos sus hijos. La expresión “imagen y semejanza” así nos lo deja saber. Y en la genealogía de Jesús, tal como nos la presenta Lucas en su dinámica ascendente Adán aparece vinculado a Dios como su hijo (Lc 3, 38).
Esa centralidad de la categoría de la alianza en la historia de la salvación es tenida en cuenta en la teología bautismal de nuestra herencia espiritual. San Juan Eudes consideró el bautismo una alianza del hombre con Dios. Es cierto que “no explota la noción bíblica de alianza, pero guarda bien su contenido”. Incluso lo radicaliza al ir más allá de la figura familiar para referirla a la unión de la cabeza y el cuerpo: “Se trata de la alianza más noble y perfecta que pueda existir. Supera las alianzas entre amigos, entre hermanos, entre padres en hijos, entre esposo y esposa, porque es la alianza de los miembros con su cabeza, que es la más íntima y estrecha de todas”. Más aún, por el bautismo nos hacemos uno con Cristo: “Cuando el Hijo de Dios te recibió en su alianza como a uno de sus miembros, se comprometió a mirarte, amarte y tratarte como a una parte de sí mismo, como hueso de sus huesos, carne de su carne, espíritu de su espíritu y como al que no es sino uno con Él”. Encuentro aquí una velada alusión al sentido de la unción con el Santo Crisma.
En una alianza se trata de algo muy distinto a cualquier contrato. En este último se intercambian bienes y servicios; en la primera, en la alianza, se intercambian personas. Dios se nos da y nosotros nos entregamos a él, nos consagramos. Es en el bautismo cuando somos declarados hijos de Dios. En efecto, con la señal de la cruz hecha en nuestra frente el día de nuestro bautismo se nos abrieron las puertas de la casa y familia de Dios. Ese día sobre nosotros pronunció Dios las mismas palabras que dirigió a Jesús, su Hijo, el día que se unió a la larga fila de hombres que se hacían bautizar por Juan: “Tú eres mi hijo amado”. Allí fuimos declarados hijos legítimos de Dios, miembros de la familia trinitaria. El Bautismo es el acta de nacimiento divino que nos identifica como hijos suyos.
También aquí san Juan Eudes tiene algo que decir: “Las tres divinas personas están presentes en el santo bautismo de una manera muy especial. Se halla presente el Padre, engendrando a su Hijo en nosotros y a nosotros en su Hijo, es decir, confiriendo a su Hijo un nuevo ser y una nueva vida en nosotros y a nosotros en él. Está presente el Hijo, que comienza a nacer y a vivir en nosotros, y nos comunica su filiación divina, por la cual llegamos a ser, como él, hijos de Dios. Está presente el Espíritu Santo, formando a Jesús en nosotros como lo formó en las entrañas de la Virgen María”. (Leccionario, pp. 98-99).
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