Seminarista

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Entrega No. 10

 

Estando ya algo avanzados en el Seminario Menor, nos enviaban a catequizar las comunidades cercanas.

Durante algún tiempo me tocó evangelizar en Licey Abajo, por los alrededores del primo Piro Bretón y, precisamente hace unos días una hija de éste me envió un mensaje por facebook agra­deciendo aquella obra, ya bastante lejana. También me tocó en El Rincón; me hos­pe­daba en casa de los padres de Valerio, el esposo de María Ramona. Todo esto fue algo muy positivo como entrenamiento y como experien­cia de fe. También era un sacrificio, pues debíamos re­correr varios kilómetros a pie.

Un día, un grupito de los que salían a esta misión, inventó –supongo que con permiso de los Padres del Seminario– ir al cine de Moca, después de la catequesis. Como había llovido mucho y los caminos eran malos, llevaron zapatos para cambiarse al salir a la carre­tera. Uno de esos jóvenes era Luis Villavizar, a quien todos considerábamos algo cua­droso (caminaba con estilo). Al entrar al cine, uno de los jóvenes de la ciudad, que estaba por ahí, le dijo a Villavizar: “Ei, Señor, se le sale una yuca” (Era una for­ma poco sutil de decirle campesino). El Pobre Villa se avergonzó al ver que uno de los zapatos enlodados que llevaba en una funda de papel de estraza (de pulpe­ría; todavía no había fundas plásticas), había humedecido el papel y asomaba tre­menda punta. Al menos así lo contaba Parménides Matos.

Los paseos también eran algo memorable. El gran des­cubrimiento para mí fue Jarabacoa, con su vegeta­ción, especialmente sus pi­nares; creo que desde entonces me gusta el olor de la yaragua, gramínea que abunda en los pinares (y que encontré también en Antioquia, Colombia; allá acentúan la última a de esa pala­bra). Conocí los saltos de Baiguate y Jimenoa. También a Pinar Quemado, con una casa simple de madera y el río Yaque detrás. Allá tuvimos una especie de cursillo sobre los viajes de San Pablo, dirigido por el padre Vinicio Disla. Se can­taba mucho mientras íbamos en la guagua: Por ahi María se va (con letras sanas); Ca­rracal, carrascal, qué bonita serenata…Así conocería­mos incluso El Morro de Monte­cristi. ¡Cuántas canciones bonitas y qué buenas voces!

Me encantaban los campamentos; en uno de los de La Ventana (S. José de las Matas), Máximo Andújar, maestrillo, hacía gala de sus conocimientos de los mine­rales y de botánica. No muy lejos de ahí se alcanzaba a ver en lo alto un pinar, y tres de nosotros caminamos hacia allá (Creo que Abercio González, Aurelio del Orbe y yo). Había en el lugar un enorme colchón de hojas de pino, y una brisa fresca; nos tiramos un rato en el suelo y volvimos luego al campamento. ¡Con qué ilusión esperábamos esos paseos!

Una vez fuimos a Lupe­rón (a donde volvería des­pués muchas veces como sa­cerdote). Todavía estaba la sencilla capilla de madera, antes de que la remodelara el Padre Batista. El patio alrededor de la iglesia era bastante grande y estaba repleto de cangrejos que andaban por todos lados. Yo comencé de inmediato a lanzarles piedras como en una especie de ca­cería desenfrenada. Me detuve por la intervención de Víctor García que me dijo: “Pero ¿qué te han hecho esos animalitos?”. ¡Cuánta incons­ciencia de muchacho! Y es que yo era un poco tremendo… El mismo Víctor sería testigo de otra de las mías. Ya en el Seminario Mayor, llegá­ba­mos a clase, a una aula que estaba en el segundo piso, frente al billar; esa vez nos tocaba clase con el querido Padre Mateo Andrés. Con frecuencia llegábamos a ese salón y lo encontrábamos cerrado; nos amontonába­mos frente a la puerta, pues era difícil encontrar la lleve. El día que refiero llegamos Víctor y yo, y estaba cerrada. Me fui al lado opuesto, pegado a la pared de enfren­te, me impulsé y le di a la puerta con mi hombro. Esta se abrió de par en par, cayendo al piso la astilla de madera con la parte interior de la cerradura. Y así permaneció la puerta por el resto de sus días. Jamás hubo que buscar llave para abrirla (que los superiores no sepan mi fechoría…).

Otra cosa que nos encan­taba en el Seminario Menor era jugar después de cena, especialmente al Mariscal; era un buen ejercicio de concentración, que me entretenía mucho. Manuel Sán­chez, con su espíritu militar, formaba también grupos como briga­das que nos repartíamos incluso por los maizales, pero no recuerdo bien en qué consistía ese juego. Sé que terminábamos bien sudados. Cuando llovía no se podía hacer nada de esto; solo acostarse, después de la ora­ción común, para tratar de dormirse en medio del tre-mendo concierto de los sapos.

De vez en cuando nos llevaban al Seminario Mayor, como cuando vino al país (1963 ó 1964) el famo­so Mons. Josph Cardijn, fundador de la JOC (Juven­tud Obrera Católica), que sería cardenal en 1965; nos impresionaba mucho su obra en favor de los trabajadores. Cantó el coro del Mayor, con un solista puertorriqueño que cantaba muy bien (y canta el jardín y canta la flor, goza mi corazón… tengo mi gozo en el Señor…).

Y no faltó el hermano Espeso, con su cámara al hombro. De ese tiempo, recuerdo con especial cariño al Padre Ornedo, director espiritual del Seminario Menor Santo Tomás de Aquino.

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