Karl Rahner, sin duda el más grande teólogo del siglo XX, llegó a expresar en más de una ocasión el miedo que experimentaba cada vez que debía hablar o escribir sobre Dios. Al referirse a lo que denominaba “el misterio inefable” afirmaba sentirse como una especie de rabino judío que temía referirse a “lo Santo” por miedo a traicionarlo.
He vuelto a pensar en este hondo misterio al calor de la lectura del hermoso diálogo sostenido entre dos grandes del pensamiento contemporáneo: el teólogo judío Pinchas Lapide (1922-1997) y el neurólogo y psiquiatra vienés Viktor Frankl (1905-1997) también de origen judío, publicado por Editorial Herder como edición póstuma, en el año 2005, bajo el título “Búsqueda de Dios y Sentido de la Vida: diálogo entre un teólogo y un psicólogo”.
En un momento del apasionante diálogo referido, Frank expresa: “…a mis quince años llegué al siguiente convencimiento interior: Dios es el referente de nuestros monólogos más íntimos. ¿Son estos totalmente monólogos o se trata de diálogos con otro, con el “totalmente Otro? La cuestión sigue abierta”.
A decir de Lapide: “ojalá nos acostumbráramos de una vez para siempre a la idea de que todo discurso sobre Dios no es más que un desvalido balbuceo que, en el mejor de los casos se queda de camino…”.
Estas reflexiones nos remiten de nuevo a la grandeza y miseria del lenguaje humano, por un lado imprescindible para comunicarnos con nuestros semejantes, pero al propio tiempo tan limitado cuando se trata de expresar nuestros sentimientos más hondos y sublimes. ¿Cabe en la fragilidad de un pobre vocablo el amor que sentimos en sus diversas manifestaciones, por ejemplo, el que sentimos hacia nuestra madre o el que nuestras madres sienten por nosotros?
Tan sugerente diálogo trajo también a mi recuerdo un hermoso relato del gran filósofo Martin Buber, en su interesante libro titulado “Eclipse de Dios”. (Fondo de Cultura Económica, 2014. Segunda reimpresión.
Contaba Buber que pasando unas semanas de vacaciones en casa de un anciano pensador, vio este que un domingo se disponía a revisar y corregir unos de sus escritos. Preguntado Buber de qué trataba el texto y al contestarle que el mismo versaba sobre Dios y la fe, el venerable anciano le pidió que si podía leerlo para él en voz alta, a lo que Buber accedió complacido.
Refiere Buber que “me escuchó de manera amistosa pero claramente sorprendido, con creciente asombro. Terminada la lectura, comenzó a hablar en tono vacilante y luego, arrebatado por la importancia del tema, con creciente apasionamiento”: “¿Cómo puede usted repetir “Dios” una y otra vez? ¿Cómo puede esperar que sus lectores tomen la palabra en el sentido en el que usted quiere que sea tomada? Lo que usted quiere decir con el nombre de Dios es algo muy por encima de todo alcance y comprensión humanas, pero al hablar de él lo ha hecho usted descender al plano de la conceptualización del hombre. ¡Qué otra palabra de habla humana ha sufrido tantos abusos, ha sido tan corrompida, tan profanada! Toda la sangre inocente por ella derramada la ha despojado de todo su esplendor. Toda la injusticia con ella cubierta ha borrado sus rasgos salientes. Cuando oigo llamar “Dios” a lo más elevado, me parece a veces casi una blasfemia”.
Es la abismal distancia entre nuestra pobre limitación de creatura y la grandeza inexpresable del “Altísimo” ante cuya majestad sólo cabe nuestra humildad y reverencia.
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