Desde que recuerdo

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Entrega No. 13

 

A la abuela le daban, de vez en cuando, ataques de nervios. Un día hubo un pleito en Licey Abajo; Ru­maldo (Romualdo) hirió a un hombre, y los parientes y amigos del herido lo persi­guieron; corrió por entre los sembrados y fue a refugiarse a mi casa, debajo de una cama. Ya se oían las voces de los perseguidores cuando mi madre logró convencerlo de que saliera, indicándole por dónde irse. Llegó el gentío a casa, cuchillos y ma­chetes en mano. Pero el hombre acababa de marcharse. Lo siguieron de in­mediato, con tan buena suerte para Rumaldo, que fue a dar con la casa de René Guzmán Bretón, encontrándose en ella su hermano, mi­litar, el inolvidable Domin­go Guzmán Bretón, (padre del General Guzmán Acosta, abuelo del General Guzmán Fermín), quien hizo varios disparos al aire, conteniendo a los perseguidores y salvando así a Rumaldo de una muerte atroz. Ya había pasado todo cuando se lo dijeron a mi abuela, pero hubo que salir corriendo a calentar hojas de guanábana, para calmarle los nervios.

En ese tiempo había un remedio casero para todo. A mi hermana Bernardita le dio un ataque de asma, y le ataron tiras de cáscara de aroma (bayahonda) en los tobillos y las muñecas. El aceite de higuereta era como una panacea: se bebía en el café, se untaba en la piel… ¡Qué olor tan desagradable! Para el pecho apretado se bebía el sumo de hoja de cabra (cabrita), con ajonjolí, leche de chiva, cebolla (ce­bollín) y no sé qué más. Para una herida: gas de lámpara (gas natural). Dolores de co­yuntura: Calibolato (¿alca­libolato?). Dolor de barriga: ¡alcanfor! Y si el dolor no cedía, limón agrio con soda (bicarbonato de sodio)…

Se usaban mucho los purgantes. Los más famosos eran llamados los tres gol­pes, pues debían tomarse tres veces. A mí me tocó re­cibirlos en La Vega. Sólo re­cuerdo un viaje que hice con papá; me dieron a beber un líquido transparente, de fuerte sabor, en agua. Pro­ducía algo de mareo. Esa mañana no dejó de sonar en una vellonera cercana, ando volando bajo, mi amor está por los suelos, y tú tan alta y tan alta, mirando mi des­consuelo… Tú y las nubes me traen muy loco… Creo que es una ranchera mejicana; la voz de quien cantaba era bonita. Cuando papá y yo regresamos de La Vega, al llegar al callejón de entrar a mi casa, el del canal de Juaniquito, encontramos que iba como un río, pues había llovido muchísimo. (Si toda­vía mucho después era ca­mino malo, qué sería en ese tiempo). Papá me cargó, re­costándome la cabeza sobre su hombro; yo veía los talo­nes de papá entrar y salir del agua, y me parecían anima­les extraños. Creo que el purgante ponía a uno casi a alucinar.

Por supuesto, había en­salmos para distintas cosas; algunos los realizaban exhalando el aliento de su boca (aliento de campesino…) sobre uno. Y también se quebraba el ajito (ahíto, em­pacho); para esto, le agarraban a uno los cueros de la barriga; dicen que incluso se escuchaba cuando lo quebraban. El mismo papá aprendió el ensalmo para detener la salida de la sangre, pero como escuchó que eso era malo, consultó a un sacerdote. (Según veo, se consultaba al sacerdote para casi todo, también se le consultó si podíamos llamar papi y mami a nuestros pa­dres. El sacerdote sentenció que sólo a la madre; el padre debía ser llamado papá. Y así fue).

Respecto al ensalmo, le dijo a papá que no lo hiciera. Pero un día, un verraco cor­tó con un colmillo una de las venas de las piernas de su madre y, al ver la hemorragia, papá olvidó la recomendación del sacerdote y rea­lizó el ensalmo por última vez. Las palabras de los en­salmos eran absolutamente secretas (se transmitían de padres a hijos), pero mi pa­dre me dijo que lo único que él decía, sin que se escucharan las palabras, era algo así como: “En nombre de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, yo te lo ordeno: detente”.

Las pocas veces que se iba a un médico, no se llevaban honorarios en moneda sino en especies; normalmente se llevaba una gallina. Mi madre visitaba al Dr. Valle, en Santiago (¿o quizá Batlle?).

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