Vivir con perspectiva trascendente 

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Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en la gloria. (Colosenses 3, 1-4)

De ningún modo nos invita este texto a salir huyendo de este mundo, hacia un espiritualismo desencarnado. Nos pide, eso sí, que “aspiremos” a algo más allá de lo inmediatamente alcanzable. Son dos cosas muy distintas. El resucitado es el crucificado, el mismo que pasó por el mundo haciendo el bien. El cristianismo no rehuye de lo humano, tampoco del mundo. Pero no se queda en una humanidad encerrada en sí misma ni en una mundanidad sin escapatoria. La vida humana, situada en este mundo debe ser vivida con una perspectiva trascendente.  Relativizar los bienes de este mundo no es negarlos ni recharzarlos, sino ponerlos en su justo lugar. Nuestra humanidad y “mundanidad” no puede ahogar nuestra aspiración a la trascendencia. Perdería la existencia su sentido. Es esta una de las implicaciones que tiene la Pascua de resurrección para los creyentes en Cristo.

El texto de Colosenses nos invita a “aspirar” a ese sentido que se mantiene escondido tras la cotidianidad de la vida y que es lo verdaderamente esencial en nosotros, mientras relativizamos lo que está al alcance de las manos. En otra parte el apóstol nos invitará a examinarlo todo para quedarnos con lo bueno. En el fondo, de lo que se trata es de acoger la vida como novedad. Y sin duda que la novedad plena de la existencia es la que se nos revela en Cristo resucitado. De lo que se trata es de sopesar las realidades del mundo y hacer provecho de ellas en cuanto ayuda para avanzar a la plenitud. Fue lo que hizo el mismo Jesús, quien comía y bebía, pero nunca hizo de la comida y la bebida un absoluto, sino un medio de convivencia y signo de comunión con los marginados de su tiempo.

El bautismo es el signo mediante el cual afirmamos nuestro deseo de vivir esa aspiración. Cristo resucitado está a la derecha de Dios, con el bautismo expresamos que también en nosotros se ha dado ya la dinámica de la muerte y la resurrección. En el bautismo estamos escondidos, sumergidos en Cristo, para emerger con nueva vida de sus entrañas. Nos movemos en el ámbito del deseo y la profesión de fe: si morimos con Cristo a las sugerencias de este mundo resucitaremos con él en la vida nueva. Digo que nos movemos en el ámbito del deseo porque todavía estamos aquí, en este mundo, aunque pensando y buscando las realidades eternas. Se trata de un asunto de discernimiento, de saber elegir el estilo de vida que pueda llevarnos a configurarnos con Cristo en este mundo para resucitar con él en la vida venidera.

De aquí se desprende una convicción que es como una confesión de fe: el creyente participa de la resurrección de Cristo. Pero dicha participación pasa por participar primero de su muerte. Sólo puede participar de la vida del resucitado quien ha participado de la vida del Jesús histórico, quien pasó por el mundo haciendo el bien, como nos dice la primera lectura de este día. Para ello es imprescindible una actitud que el texto recoge con dos verbos muy significativos: orientar (la vida hacia el cielo) y poner (el corazón en las cosas celestiales). El primero hace referencia a una dirección, hacia dónde debe apuntar la vida del creyente; el segundo nos remite a la entrega. Si queremos resucitar con Cristo no podemos entregar el corazón a los bienes de la tierra porque se quedaría atrapado en la inmanencia, sin aspiración alguna.

Estamos ante una invitación poderosa: viendo lo sucedido con Cristo estamos llamados a poner la vida rumbo a Dios para alcanzar la misma meta a la que él ha llegado.  Participar de la vida divina es la meta que Cristo nos ha trazado. Conformarse con menos es limitar nuestras posibilidades. Para ello es necesario poner el corazón en todo cuanto orienta al bien y alejarlo de todo aquello que puede mantenerlo ahogado en las inmanentes garras del mundo.