Roma

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No bien llegué a Roma cuando ya tenía hinchadas las rodillas. Tengo algo de artritis desde los treinta y tantos años, pero nunca me había visto así. Llegó un momento en que pensé que no podría ir a la universidad, y que tendría que re­gresar al país. Pero no fui al médico (era carísimo, o yo pobrísimo) y, finalmente no supe con qué mejoré. No es que sanara, pues cuando re­gresé de Roma al Semina­rio, toda­vía iba a la cancha de baloncesto con vendas, ligas y de­más; tantas que los semina­ristas, siempre creativos, de­cían ahí viene Lázaro, cuando me veían con toda suerte de trapos atados a la rodilla.

En lo económico anduve bastante limitado en Roma; aparte de alguna ayuda del Obispado, no tuve ni si­quie­ra la beca de Adveniat que todos tenían (después supe que mi obispado no la había solicitado porque en ese mo­mento tenía dificultades con dicha institución a causa de una capilla que debió cons­truirse y reportarse en Caba­rete, Puerto Plata).

Pero al ser yo sacerdote, aprovechaba el dinero de intenciones de Misa que el Colegio recibía y distribuía entre nosotros. Y era suficiente para mí. No recuerdo si recibí algo más, aparte de algún dinero que me llevó Mons. Adames en una oca­sión que viajó a Roma. Sí recuerdo que una vez recibí una carta certificada de una persona del país, y fui a re­cogerla pensando que algún dinerito tendría; en ella me enviaban abundantes bendiciones. Pero no me puedo quejar, pues incluso compré –después de mucho cavilar– una camarita Minolta que era un primor. Con ella sa­qué muchas fotos, sobre todo filminas, porque su revelado era más barato.

Por supuesto, no era una vida de lujo, ni mucho me­nos. Me vestía con la ropa que habían dejado los anti­guos alumnos, incluso pantalones. A veces era difícil combinar marrón con azul marino…, pero eso lo tapaba la corbata. De hecho pasé bastante frío. Y lo su­pe cuando el Padre Wal­ter Gómez –de origen peruano, compañero del Primer Cur­so para Formadores– regre­saba a Puerto Rico y me dejó tremendo abrigo. Tam­bién me regaló unas magníficas botas el Padre Pedro Freites, de Venezuela (lo volvería a ver en Santo Do­mingo, pues presentó al Papa Juan Pablo II, cuando hizo su entrada al salón de la Casa San Pablo, para inaugurar la V Conferencia del Episcopado Latinoame­rica­no y del Caribe). Según me dijo Pedro, estas botas eran de piel de venado; yo me las encontraba muy sua­ves, y tanto lo dije, que el Padre Ozoria aseguraba que yo dormía con ellas puestas. Pensé cargarlas en mi regreso a Santo Domino, pero como me daba ver­güenza, porque ya no eran precisamente nuevas, solo traje los cordones, a manera de un souvenir de agrade­cimiento.

Casi recién llegado a Roma salí a caminar con el Padre Ignacio Dukasse (ac­tual obispo en Chile). Pasa­mos frente a una Iglesia to­talmente oscurecida por  el smog. Yo me distraje, sorprendido por lo mal que se veía. En eso sentí que me golpeaban una pierna, mientras una mujer con un niño se me echaba encima. Yo me alejé tan pronto pu­de, sorprendido del percance.

Seguimos caminando el P. Ignacio y yo, y al mo­men­to me dice éste que viene un niño detrás de no­sotros. Cuando miré noté que traía una carterita en la mano: era la mía, una simple billeterita de piel, co­lombiana. Cuando la abrí, tendría unas cuarenta mil liras, que era probablemen­te lo que yo llevaba. Pa­rece que les dio pena lo poco que era y no tomaron nada. Cuando conté esto bromea­ron mucho en el Colegio, especialmente el P. Rafael Urrutia. A mí lo que me ex­trañó fue que na­die me di­jera que las cosas en Roma eran así. Los gita­nos (zìngari) agarraban todo lo que podían, dinero, boletos de vuelo, etc. Por supuesto que fue primera y última vez. De ahí en adelante aseguré más los centavitos, pero no diré cómo.

Estando en Roma recibí la noticia de que había sido intervenida quirúrgicamen­te mi hermana Carmen Nelia, que padecía de la co­lumna vertebral. Al ver que se prolongaba el postoperatorio y no había me­joría, fue intervenida nuevamen­te, tratando de reparar lo mal hecho; pero con peores resultados. No podía valer­se por sí mis­ma, y en todo tenía que auxiliarla Vicen­te, su esposo (quien, ade­más de músico, es un bro­mista de primera; en esta situación le gustaba re­petir: “Ahora estoy yo co­mo el hombre de la Emul­sión de Scott”. Es decir, con el ba­calao a cuestas…).

Mi hermana ya llevaba buen tiempo en cama; jo­ven, madre de dos hijos, y al parecer, inválida. En eso iba el Padre Emiliano a dar un retiro en la Parroquia N. S. de La Altagracia, en San­tiago y, como tenía que pa­sar frente a la casa en donde estaba mi hermana, alguien le pidió que se detuviera a verla. Él entró, hizo una bre­vísima oración y le dijo: “Estoy sobre el tiempo y debo llegar al retiro. Allá oraré por ti”. Y continuó su viaje hacia Santiago.

Ella siguió en su misma cama, mientras Vicente la acompañaba. Estaban conversando cuando mi herma­na se sentó. Siguieron conversando sin darse cuenta de lo que sucedía. De repente entendieron. Era el momento en que el Padre Emiliano oraba por ella en Santiago. Sintió el calor intenso en el lugar en donde la habían operado. Se levantó enton­ces de la cama y con la ayu­da de Vicente subió al vehí­culo en que –aunque era de noche– fue a ver a su madre y a visitar a otros familiares para darles la noticia de la sanación. A mí me llegó la buena noticia a Roma.

Tiempo después, cuando yo estaba ya en el país, mi hermana se encontró con el Padre Emiliano y este le preguntó qué había dicho yo. Ella le contestó que yo había reunido a la familia para ce­lebrar una Misa de acción de gracias.

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