Fiesta de la Epifanía del Señor (Los Reyes de Oriente). Meditemos su significado

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Epifanía es un término griego que se traduce como manifestación. Celebramos el hecho histórico en que un día como hoy adoraron al Señor los sabios Reyes de Oriente quienes, guiados por la extraordinaria luminosidad de una estrella llegaron a Belén a adorar y postrarse ante el Niño Jesús,  Salvador del mundo.

Los grandes padres latinos, san Agustín, san León, san Gregorio y otros, se sintieron fascinados por estas figuras tan peculiares.

No sentían curiosidad por conocer quiénes eran o su lugar de pro­cedencia. No tenían interés alguno en tejer leyendas en torno a ellos. Su interés se centraba en determinar lo que ellos representaban, su función simbólica. Y es que estos sabios de Oriente representan a las naciones del mundo. Ellos simbolizaban la vocación de todos los hombres a la única Iglesia de Cristo. Así se entiende la universalidad de esta fiesta. Dios deja de manifestarse sólo a una raza, a un pueblo privilegiado, y se da a conocer a todo el mundo. La buena noticia de la salvación es comunicada a todos los hombres, pues el amor de Dios abraza a todos. Nos debe llamar la atención otro detalle. En el Evangelio se nos dice que una vez llegaron y adoraron al Señor obsequiándolos con sus dones, regresa­ron por otro camino.

Nos hacemos eco de un fragmento del Ser­món 222 de san Agustin sobre esta fiesta, y precisamente en este punto que estamos reflexionando. Nos dice de qué libraba el Niño Dios a estos Reyes Magos. Leamos:  Habiendo ve­nido a destruir en todo el orbe, con la espada espiritual, el reino del diablo, Cristo, siendo aún niño, arrebató estos primeros despojos a la dominación de la idolatría. Apartó de la peste de tal superstición a los magos que se habían puesto en movimiento para adorarle, y, sin poder hablar todavía en la tierra con la lengua, habló desde el cielo mediante la estrella, y mostró no con la voz de la carne, sino con el poder de la Palabra, quién era, de dónde y por quiénes había veni­do. Más adelante dice:

El cambio de ruta es el cambio de vida. Tam­bién para nosotros pro­clamaron los cielos la gloria de Dios; también a nosotros nos condujo a adorar a Cristo, cual una estrella, la luz res­plandeciente de la verdad; también nosotros hemos escuchado con oído fiel la profecía pro­clamada en el pueblo judío, cual sentencia contra ellos mismos que no nos acompañaron; también nosotros he­mos honrado a Cristo rey, sacerdote y muerto por nosotros, cual si le hubiésemos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo queda que para anunciarle a Él tome­mos la nueva ruta y no re­gresemos por donde vinimos. (Sermón 202, San Agustín).