Biblia, ley y laicidad del Estado

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  1. «Hay un país en el mundo…»

 

«Hay un país en el mun­do…», recita el célebre poe­ma, –célebre, al menos entre nosotros–, de nuestro Poeta Nacional Pedro Mir. Sí, «Hay un país en el mundo» insólito como el nuestro, donde todos los días surge algún debate, –a veces superfluo, estéril e inútil–, que saca de circula­ción los verdaderos debates sobre temas nacionales que tienen que ver con nuestro fu­turo y con los graves y serios problemas que, como un flagelo, nos agobian y nos hunden en un subdesarrollo plagado de corrupción y de otros males que parecen eternos e invencibles.

«Hay un país en el mun­do», el nuestro, donde tene­mos un Congreso que nos cuesta a todos los dominica­nos una millonada, y que es disfuncional, y no sirve apa­rentemente para nada, incapaz de producir leyes que mejoren realmente el régimen jurídico y legal del Esta­do que se encuentra del lado Este de esta pequeña isla del Caribe.

Un país insólito y contradictorio, el nuestro, donde hay que hacer manifestacio­nes multitudinarias contra la corrupción y firmar pactos por el respeto de las leyes, debidamente aprobadas y promulgadas por los poderes del Estado. Y donde, ante el incumplimiento o violación de las mismas, no pasa nada, nada cambia, y hasta decimos que hay leyes «para todo».

Un país, el nuestro, en el que mandatarios y funciona­rios públicos (legisladores in­cluidos) se empecinan en in­cumplir y no respetar las leyes que ellos mismos hicie­ron o promulgaron, como pasaba con la Ley General de Educación (66-97), que con­signaba no menos del 4% del PIB para la educación, y pasa ahora, por citar algunos ejemplos, con las de Declaracio­nes Juradas de Patrimonio de los Funcionarios y Servidores Públicos (311-14), Libre Ac­ceso a la Información Pública (200-04), Compras y Contra­taciones de Bienes, Servicios, Obras y Concesiones (340-06) o la 44-00, que establece la lectura e instrucción bíblica en las escuelas públicas, que ha encendido un debate, que como siempre, se queda por las ramas y no va al tema central: ¿se deben o no respe­tar la leyes? ¿Se respetan sólo si me convienen?

 

  1. Religión y política

 

La presencia de la religión cristiana, en su denominación «católica», desde los oríge­nes de nuestra nación es un hecho innegable y, que la misma Carta Magna nos re­cuerda, al consagrar que la Cruz y la Biblia hacen parte de nuestros símbolos patrios.

El debate actual, al igual que en otros temas del pasado, trae consigo la consigna del «Estado laico» o bien «la laicidad del Estado». Lo que al parecer muchos ignoran es que «la idea de laicidad es típicamente una idea de ma­triz cristiana; puede parecer curioso, pero es así, todavía antes que ser una idea de ma­triz típicamente moderna. La modernidad ha tenido su función de catalizador histórico de frente a la laicidad, pero no por caso la ha tenido solo en Occidente» (Roberto For­migoni).

La idea matriz de separa­ción y de legítima autonomía entre la política y la religión, –no por eso de contradic­ción–, la encontramos en la célebre respuesta de Jesús: «Pues lo del César devuélvanselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt 20,15-21; Mc 12,13-17; Lc 20,20-26), al ser preguntado capciosamente si era lícito pagar el impuesto al invasor romano.

Como de manera muy acertada afirmaba Benedicto XVI, el concepto de laicidad no ha encontrado eco en «los Estados fundados sobre la base de una justificación religiosa como lo encontramos en el mundo islámico», por el hecho que en estos últimos se da una «fusión» de la religión y la política, que es imposible encontrar hoy en Occidente, donde ni la Biblia ni el Có­digo de Derecho Canónico son fuente de derecho civil o penal en la sociedad.

En ciertos círculos locales de discusión, –donde a mi pa­recer hace falta una seria y equilibrada reflexión sobre este tema–, se quiere erradamente identificar laicidad con laicismo o con ateísmo, y también laicidad con indife­rentismo religioso, casi siempre hacia el cristianismo, paradójicamente.

Como bien señalaba Gior­gio Israel debemos «liberar­nos de viejas antinomias, co­mo aquella entre laicidad y fe, entre laico y creyente, como si un creyente no pu­diera ser laico y laicidad fue­ra sinónimo de ateísmo, y la verdadera antinomia no fuera más bien entre laicismo (cre­yente o no creyente) de un lado, y confesionalismo y clericalismo, del otro».

Por eso, por ejemplo, no es correcto ni acertado afirmar que se está en presencia de un Estado confesional, o que la Iglesia Católica o la «religión católica» goce de un estatus jurídico privilegiado de «religión estatal», –por demás indemostrable o insos­tenible jurídicamente–, que entraría en contradicción con la laicidad propia del Estado, como pobremente argumentan algunos desde el punto de vista jurídico, por el sólo he­cho de que nuestro país tiene firmado un concordato con la Santa Sede.

 

  1. Laicidad:

algunos ejemplos

 

A este respecto me voy a permitir citar tres ejemplos de Estados estrictamente lai­cos, que mantienen relacio­nes bilaterales con la Santa Sede, con legaciones diplo­máticas, y dos de ellos tienen firmado un concordato. Se trata de España, Estados Uni­dos y Francia.

Por ejemplo, el recién ele­gido presidente del Gobierno español Pedro Sánchez, –a diferencia de sus predeceso­res–, no prestó juramento a su cargo poniendo la mano so­bre una Biblia, en nombre de la laicidad; sin embargo, los presidentes de los EE. UU. se juramentan solemnemente sobre una Biblia, y terminan siempre sus locuciones más importantes a la nación con la frase «God bless America» (Dios bendiga América). También jueces y funciona­rios de altos cargos de esa na­ción suelen prestar juramento de la misma manera. ¿Signi­fica esto que quien lo hace irrespeta la laicidad del Esta­do? No creo que nadie en su sano juicio se atrevería a afirmarlo. Ciertamente quien no lo hace tampoco infringe nin­gún precepto legal.

El caso de Francia es posiblemente el más emblemático desde el punto de vista histó­rico. Destaco sólo este deta­lle: el presidente francés Em­manuel Macron, hace poco (26 de junio de 2018), estuvo en Roma para tomar posesión del «título religioso» de «proto-canónigo honorífico» del Capítulo de la Basílica de San Juan de Letrán, un privilegio de Francia desde el 1604, que tiene a un «laico» entre los demás miembros eclesiásticos del Capítulo de dicha Catedral, que es la Sede del Papa, como obispo de Roma, su diócesis. Tampoco creo que en este caso pueda ponerse en duda la laicidad del Estado francés.

 

  1. Laicidad vs. laicismo

 

Como afirma Marcello Pera, presidente del Senado de Italia (2001-2006), en la doctrina liberal o liberal-democrática que, inspira y está a la base algunos de los regímenes actuales en Euro­pa, hay un problema al menos conceptual o teórico, en lo que refiere a los conceptos de libertad y  democracia, y que dan como producto un «híbrido», el cual aumenta cuando se le añade el concepto de «tradición», ya que «la tradición no es elemento fundante del liberalismo, ni parte integrante de la democracia».

Marcello Pera distingue bien entre un estado laico y uno laicista. Mientras este último es «ideológico y seco por el secularismo», el pri­mero «no es hostil al senti­miento religioso, sino que coopera con él». Y esto por­que «el principio de la prima­cía de la persona y de la dignidad del hombre son ante­rior a la legislación de los Estados».

 

Como acertadamente afir­maba el papa Benedicto XVI, en el 2005, la dignidad del hombre y sus derechos fundamentales representan valo­res previos a cualquier jurisdicción estatal. Por eso «estos derechos fundamentales no vienen creados por el legislador, y son, por tanto, referibles últimamente al Creador. Si, por tanto, apare­ce legítima y proficua una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realida­des temporales se rigen según normas propias, a las cuales pertenecen también aquellas instancias éticas que encuentran su fundamento en la esencia misma del hombre».

Entre estas instancias el papa Ratzinger destacaba el sentido religioso como apertura del ser humano a la Tras­cendencia, con «T» mayúscula. Por eso hablaba «de una “laicidad positiva”, que ga­rantice a cada ciudadano el derecho de vivir la propia fe religiosa con auténtica libertad también en el ámbito pú­blico».

A propósito sería oportu­no recordar cuanto, en el 2007, afirmaba al respecto, el entonces presidente francés Nicolás Sarkozy, al tomar po­sesión de su título de «proto-canónigo honorífico»: «la laicidad no debería ser la nega­ción del pasado» y también «una nación que ignora la he­rencia ética, espiritual, religiosa de su historia comete un crimen contra su cultura, contra el conjunto de su historia, de patrimonio, de arte y de tradiciones populares que impregna tan profundamente nuestra manera de vivir y pensar».

Sobre la «laicidad positiva», en la misma línea del Papa alemán, decía: «hago un llamamiento a una laicidad positiva, es decir, una laicidad que, velando por la libertad de pensamiento, de creer o no creer, no considera las religiones como un peligro, sino como una ventaja».

A este propósito decía también: «En la República laica, un político como yo no decide en función de conside­raciones religiosas. Pero im­porta que su reflexión y su conciencia sean iluminadas especialmente por consejos que hagan referencia a normas y convicciones libres de las contingencias inmedia­tas». Demasiado profundas, quizás, estas palabras para muchos de nuestros políticos oportunistas y sin muchas convicciones personales.

 

  1. Consideración final

 

Una última consideración a propósito de la ley 44-00, y que algún legislador ha tildado de inconstitucional. La mencionada ley a su vez cita  entre sus considerandos el Art. 4, i), de la Ley General de Educación (66-97) que reza: «La educación dominicana se fundamenta en los valores cristianos, éticos, estéticos, comunitarios, patrióticos, participativos y democráticos en la perspectiva de armonizar las necesidades colectivas con las individuales», y que también habría que declarar «inconstitucional».

Hay que recordar que el órgano competente para pronunciarse sobre este aspecto es el Tribunal Constitucional, y no el Congreso de la Repú­blica; por lo tanto, hasta que no se llegue a esta instancia suprema que garantiza la su­premacía de nuestra Carta Magna, la mencionada Ley 44-00 debe (o debiera) cum­plirse o hacerse cumplir.

En caso de que no «sirva» como ley, –en nuestro país tal vez muchas lo serán–, que se haga lo necesario para su de­rogación. Mientras tanto, no podemos entrar en el dilema de «si cumplo o no cumplo», porque si dejamos en manos de los ciudadanos el cumpli­miento de las leyes el caos que se crearía será mayor. El caso de la declaración jurada de patrimonio de los funcionarios públicos es un ejemplo de ello.