Esperamos al que viene y que, no obstante, ya está presente
Comenzamos un nuevo año litúrgico. Como sabe el lector, este se abre con la celebración litúrgica del primer domingo de Adviento. Dicha celebración nos pone a pensar de manera especial en la parusía, la segunda venida del Señor. Los textos que se leen este día apuntan a esa realidad.
En la primera lectura el profeta Jeremías se refiere a “aquellos días” y “aquella hora”; en la segunda lectura, Pablo habla a los Tesalonicenses de “cuando Jesús, nuestro Señor, vuelva acompañado de todos sus santos”. Estas palabras de Pablo nos recuerdan el regreso del emperador romano cuando volvía victorioso acompañado de sus legiones (sentido originario de la palabra parusía).
En el Evangelio, Jesús anuncia: “verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y majestad”. Todos los textos, por consiguiente, apuntan al acontecimiento de la venida del Señor en el momento definitivo. Es ese uno de los “advientos” que celebramos. Los otros dos son: el adviento “histórico”, aquella venida de Jesús ocurrida en la Palestina del siglo I, y el adviento “espiritual”, el que nosotros celebramos cada año, litúrgicamente.
En el Adviento espiritual (el que celebramos anualmente en la liturgia) el porvenir absoluto, la parusía, se hace realidad litúrgicamente. En la liturgia del Adviento la espera se conecta con la presencia. Esperamos al que viene y que, no obstante, ya está presente. Deseamos la parusía (la segunda venida del Señor), sí; pero no olvidamos que el Señor está aquí, presente en medio de nosotros. Con la celebración litúrgica del Adviento no instauramos la parusía, pero vivimos con gozo una presencia, la de Cristo resucitado, quien nunca se ha marchado de nuestro lado. Así, lo definitivo nos es dado en lo provisional de la liturgia.
En efecto, la liturgia funciona como acto de apertura del hombre para acoger el misterio. Tiene que ver con la vigilia de la que nos habla el Evangelio, actitud propia del tiempo de Adviento. A diferencia del animal, el hombre es capaz de velar, de mantenerse despierto a voluntad. El animal puede mantenerse despierto, pero eso no quiere decir que esté en vela. El miedo o el hambre no lo dejan dormir; el ser humano, por el contrario, vigila porque quiere hacerlo, es un ejercicio de libertad.
La liturgia del tiempo de Adviento es una vigilia para el hombre creyente, se trata de la espera gozosa de quien viene y que, sin embargo, ya está entre nosotros. En el Adviento no esperamos a un ausente. Si bien es cierto que el hombre es un ser en el mundo, es también un ser ante Dios.
La vigilia es el tiempo que le robamos tanto a la noche como al día. Es tiempo ganado. En ese sentido la liturgia es un plus, algo que le sumamos a nuestra cotidianidad. El hombre no necesita las celebraciones litúrgicas para vivir (muchos viven ausentes de ellas). El ser humano puede estar en el mundo sin esperar nada ni a nadie, pero ¿le es suficiente vivir de este modo? Al creyente no le basta con vivir así, él no solo está en el mundo, sino que está ante Dios. En este sentido la liturgia, en cuanto medio de relación con Dios, es para el creyente más que necesaria.
La liturgia del Adviento no solo celebra la vida presente del creyente, sino también la promesa escatológica, la parusía; es decir, la esperanza. ¿No es acaso esa la virtud de este tiempo?
Decir Adviento es decir vida esperanzada. Esperamos al que viene y que ya está entre nosotros. Esperamos la consumación de la historia, una historia en la que ya vivimos. La venida de Jesucristo no es cosa de algún día, sino de todos los días.
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