La mesa compartida

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La imagen predominante en los textos litúrgicos de este domingo es la de la fiesta en torno a la mesa compar­tida, la comensalidad. La pri­mera lectura, en el llamado “apocalipsis de Isaías”, nos habla de los invitados: “to­dos los pueblos”; el lugar del encuentro: “este monte” (se refiere al monte Sion) y la calidad de la comida: “un fes­tín de manjares suculentos, un festín de vinos de so­lera; majares exquisitos, vinos refinados”.

El evangelio, por su parte, se enfoca en los invitados y la respuesta de estos: unos se niegan a asistir, otros asisten con gusto y alguno acude sin la vestimenta adecuada. Además, nos dice que se tra­ta de una fiesta de bodas. Pero lo más impresionante nos lo dice tanto la primera lectura como el salmo, quien prepara y sirve la mesa es el mismo Dios: “preparas una mesa ante mí”.

Estamos ante una imagen potentísima para hablar del final de los tiempos. Dios prepara una mesa donde todos estamos invitados a sentarnos y compartir. Sin distinciones ni exclusiones. La abundancia de comida y bebida, además de su calidad, nos hablan de como Dios no escatima esfuerzos para colmar las búsquedas humanas. Son signos de una vida satisfecha. Tampoco faltará la alegría que caracteriza toda fiesta. Dos signos la harán presente, según el texto de Isaías: Dios aniqui­lará la muerte para siempre y enjugará las lágrimas de todos los rostros.

En todo caso, lo que predomina es la imagen de la mesa compartida como acon­tecimiento salvífico. Compartir la mesa nos abre a un sentido más amplio, y si es el mismo Dios quien la prepara y sirve, mucho me­jor. Quien es invitado a compartir la mesa se siente aceptado y querido. Así quiere Dios hacernos sentir al final de nuestros días, sin importar lo que haya sucedido an­tes. En el evangelio se nos dice que fueron invitados malos y buenos. Pareciera que la única condición es querer participar de la fiesta. Es posible que el vestido oportuno que se exige sea la buena disposición para estar en el banquete. A una fiesta no se va vestido con los trapos de la obligación, sino con el traje de la alegría. Goethe, al describir la dicha de la mesa compartida en su Canción de mesa, habla de “celestial deleite”.

La mesa compartida es signo de salvación. De ella emana algo saludable. Con frecuencia nos encontramos a Jesús en los evangelios compartiendo la mesa con aquellos que quiere salvar. En la cultura mediterránea de su tiempo, y en algunos lugares todavía hoy, la comida compartida es solo el pretexto para algo que va más allá de la ingesta de alimentos. Es el espacio para conversar sobre aquello que es significativo para la vida de las personas. Las comidas de Jesús son una metáfora de la comunión de Dios con noso­tros y de la misma convivencia humana.

Hablar del final de los tiempos con la imagen del banquete festivo es una ma­nera de resaltar el carácter trascendente que tiene esa realidad tan humana. La me­sa compartida en nuestra vida cotidiana es, a su vez, el signo que mejor anticipa la plenitud de la vida. Cada Eucaristía que celebramos nos recuerda eso. En ella es Jesús mismo el que prepara la mesa, él mismo es el manjar que compartimos y él mismo es la Palabra que ani­ma la conversación mientras celebramos. También para esta fiesta hay que ir bien vestido, esto es, con adecuada disposición y limpieza de corazón.

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