La creación y sus orígenes en la Biblia

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El hombre por vocación divina, debe ser guardián de su hermano (4,1-16).

 

El hombre, criatura de Dios, ha sido llamado a realizarse en tres planos distintos, pero íntimamente ligados. En su relación con Dios, con sus semejantes, y con las cosas se juega su suerte y su vocación suprema. Con relación a Dios el hombre ha sido creado por Él a su imagen y semejanza (Gen. 1,26-27). Esta realidad lo hace ya distinto de los demás seres creados, pues participa de la inteli­gencia, voluntad y poder divino.

El hecho que el hombre sea imagen de Dios nos ha­bla ya de la dignidad fundamental de todo ser humano y de su vida  y nos hace ver que el hombre podrá en­contrarse con Dios sólo en la medida en que sea capaz de descubrir su imagen en el ser humano.

De allí la prohibición de hacerse imágenes de Yah­véh en Israel (Ex. 20,4-6), pues ya existe una imagen divina: la persona humana, a través de él llegamos a Dios. La realidad de la imagen y semejanza divina va preparando también la ple­na revelación sobre e1 hombre que nos la hace Jesús, el hombre perfecto.

Con relación a los de­más seres humanos el hombre ha sido creado para vivir la unidad y la comunión. Adán no encontró una ayuda y compañía en los animales. En la mujer sí está ese auxiliar que el varón necesita para no vivir en la soledad. Varón y mu­jer poseen una dignidad e igualdad fundamental y están llamados a complementarse (Gen. 2,18-24). El hombre por vocación divina, debe ser guardián de su hermano (4,1-16). De esta forma aparece el hombre como hermano de sus semejantes, llamado a ­construir la unidad. Cuando olvida, desprecia o rechaza esta relación fraternal, y atropella o no vela por la dignidad de sus semejantes, está oponiéndose al plan divino.

Con relación a las cosas, a la creación entera, el hombre ha sido puesto para dominarla (Gen. 1,28-30). El imponer nombre a los animales indica el dominio que ejerce sobre ellos (2, 18-20). Dios, en su desig­nio maravilloso, ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos, de ahí que los bienes de la ­tierra deban alcanzar a todas las personas y no deban ser acaparados por unos cuantos (Is. 5,8-10; Sal. 37). Por eso en Israel existía la ley del año jubilar (Lev. 25,8-31) que tenía el sentido de restaurar el or­den primitivo de la crea­ción: el hombre recobra la libertad, la tierra vuelve a repartirse para que así todos la posean (cfr. Dt. 15 1-18). Si el hombre no tie­ne lo necesario para vivir dignamente, existe allí un pecado social, o si el hombre se convierte en esclavo del “tener”, hay algo contrario al plan divino.

El don de Dios, su plan sobre nosotros, encontró un eco de egoísmo y orgullo en el hombre, que no se contentó con ser semejante a Dios, sino que quiso ser igual a Él, intentando inú­tilmente borrar la distancia y la separación de su Dios, desobedeciendo su mandato (Gen. 3,1-7; cfr. 6,5-8; 11,1-4).

Al romperse la relación con Dios, se rompe también la relación con los demás seres humanos y con la misma naturaleza: el varón trata de dominar a la mujer (3,16), el hermano mata a su hermano (4. 1-16), los pueblos viven entre rivalidades (11,1-9), el hombre se convierte en es­clavo de las cosas (cfr. 3, 17-19).

Es cierto que a cada uno de los pecados del hombre narrados en la prehistoria (3; 4; 6; 11) corresponden también un castigo de Dios: expulsión del paraíso para Adán y Eva (3,16-19.23); el ser vagabundo y errante para Caín el fratricida (4, 12); el diluvio para la hu­manidad pecadora (6-8), y la diversidad de lenguas y dispersión ante el intento de la torre de Babel (11,5-9). Pero también es cierto que hay siempre una salva­ción de parte de Dios. Pro­mete una victoria sobre el mal simbolizado en la serpiente (3,15); hizo a nues­tros primeros padres túnicas de piel para que se cu­briesen y protegiesen (3, 21). A Caín lo marcó con una señal para protegerlo (4,15). Salvó a Noé y su familia del diluvio, lo mis­mo que a parejas de animales (6-8). Y para restaurar la unidad que se rompió en la diversidad de Babel (11,1-9) prometerá a Abra­ham que todas las naciones serán benditas en él (12,3).—

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