La primera patria, escuela e Iglesia es la familia. Hoy rememoramos que Jesús de Nazaret nació y creció en una familia. Recorriendo las lecturas de hoy entresacamos cuatro verbos en los que reposa la felicidad de toda familia.
Pablo nos enseña (Colosenses 3, 1-21) que la unidad se construye amando. La mamá prepara a escondidas un bizcocho, porque mañana es el cumpleaños de la hija. El amor se traduce en “la misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión”. El amor familiar nos revela nuestro valor y originalidad como personas y nos comunica el deseo de vivir y de que otros vivan.
Segundo, en la familia aprendemos que hay aspectos de las otras personas que no cambiaremos jamás, aunque vivamos muchas vidas. Por eso Pablo nos exhorta “sobrellévense”.
No se trata de resignarse pasivamente a los abusos, particularmente en este paraíso tropical de machos. Se trata de sobrellevar mutuamente aquellos rasgos de la personalidad de la otra persona que acompañarán por el resto de nuestra vida: él se comunica poco, ella todo lo sazona.
Tercero, honrar al padre y la madre significa hoy y siempre, no abandonarlos, ser indulgentes con las debilidades de la edad y del cansancio (Eclesiástico 3, 2 – 14).
Cuarto, el Salmo 127 nos exhorta a temer a Dios, expresión mal comprendida con frecuencia. Temer a Dios no es vivir con miedo, se trata de darle a Dios su lugar. Una familia que “teme a Dios” cultiva la fe personal en la oración, busca sus caminos, escucha su Palabra en la Asamblea y acoge sus signos, particularmente la Eucaristía, la reconciliación y los pobres.
Contemplando a Jesús sirviendo, María y José sonreirían al descubrir, en los gestos del Maestro, sus propios gestos y palabras, ahora iluminados y sobredimensionados con la fuerza y la luz del mismo Dios.
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