Abundan actualmente las reflexiones y los tratados dedicados a la “educación de calidad” y gran parte de los países del mundo se encuentran inmersos en la desafiante tarea de invertir cuantiosos recursos de sus presupuestos en preparar sus sistemas educativos para responder a un mundo cada vez más competitivo y cambiante.
Nuestro país no es la excepción y justo es reconocer, sin que seamos, ni muchos menos, conformistas, los avances y las innovaciones que se han ido experimentando, poniendo en marcha políticas tan promisorias como es el caso de “República Digital”, “Jornada Esco-lar Extendida”, “Atención Integral a la Primera Infancia”, “Ali-mentación Escolar”, “Formación de Docentes”, entre otras, las que se espera, dado que los frutos en educación no son flor de un día, germinarán a mediano y largo plazo.
En contraste con estos innegables avances, no obstante, y sin que sienta uno invadir su ánimo por el pesimismo, que muchos historiadores definen como consustancial a la gestación y evolución de la dominicanidad, ¿cómo no sentir preocupación cuando vemos cómo se recrudecen los actos de violencia e irrespeto en las escuelas, en la familia y en la sociedad en general?
Con no poca frecuencia nos llega la noticia de que un alumno ha agredido física y verbalmente a un profesor; que entre los mismos alumnos se agreden con armas cortantes y convierten el recinto educativo, que ha de ser espacio donde impere la decencia y la paz, en escenario de manifestaciones conductuales. Cuando no, es el comunicador insolente o el gerente arrogante que humilla y ofende, por sólo citar par de ejemplos.
Desde luego, que una elemental búsqueda de explicación a tan preocupante como recurrente fenómeno tiene que llevarnos necesariamente a preguntarnos por lo que está ocurriendo en nuestras familias, de cuya realidad la sociedad y la escuela no son más que un refulgente reflejo. ¿Caminan hoy familia, escuela y sociedad en armónica y eficaz integración? En muchos lugares esta articulación está rota o resquebrajada, a lo cual se suma el hecho de que a través de las redes y los medios masivos de comunicación se han entronizado la vulgaridad y la indelicadeza, dejando en nuestros muchachos la falsa concepción de que estas deplorables conductas sirven incluso para granjearse popularidad.
Una de las dimensiones imprescindibles de la formación integral del individuo que sin demora alguna se torna impostergable recuperar, a todos los niveles, es aquella que tiene que ver con las reglas elementales del comportamiento social; esos códigos básicos de respeto y decencia; de consideración y de delicadeza para con nuestros semejantes y que dicen tanto, según su ausencia o presencia, del talante espiritual de una persona y de una época. Dar las gracias, pedir permiso, aprender a excusarnos, no subir el tono de voz al hablar, no utilizar nunca un lenguaje descompuesto ni soez; saber recibir o despedir a alguien, confirmar una invitación, ceder el paso, asistir a los ancianos o a quienes tienen algún tipo de discapacidad son, entre otras, de esas reglas no escritas que nos hacen mejores como personas y como sociedad.
El gran maestro del protocolo español Don José Antonio Urbana afirmaba que la esencia de la vida consiste en “saber ser, saber estar y saber convivir”.
Una educación que sólo se centre en lo instrumental; que procure únicamente preparar al ser humano para competir en el mercado laboral, es, penosamente, una educación mutilada y mutilante.
Se trata también de valores y de modales; de esas dimensiones que para muchos, deslumbrados por la mentalidad tecno-científica, no resultan “rentables”.
Ante todo, y sobre todo, lo que importa es “ser” y “ser en relación”; el cultivo de la excelencia personal como condición indispensable para poder construir ciudadanía y forjar una sociedad decente.
Se trata de un desafío inmenso, pero a todas luces imprescindible.
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