Entrega No. 1
Seminario Menor San Pío X
Al terminar el séptimo curso tenía yo quince años de edad. Era el 1962. Desde hacía varios años, mi mamá me preguntaba si no me gustaría ser sacerdote; alguna vez me lo preguntó mientras cogíamos tabaco. En algún conuco nos daban los criollos, que era lo último de una cosecha, las hojas más pequeñas e incómodas de manejar; yo quebraba las hojas y ella amarraba (hacía las sartas).
Yo no me mostraba complacido con la pregunta de mi madre, debido a que el primo Felipe, el de Manuel y Generosa, había estado en el Seminario MSC en San José de Las Matas; su madre estaba oronda con ese hijo que sería sacerdote. Pero Felipe dejó el Seminario, entonces la alegría de la madre se transformó en permanente llanto. Yo decía que no quería repetir esta escena en mi casa, y no podía entrar al Seminario si era obligado llegar a ser sacerdote. ¿Y si yo no daba para eso? Mi madre no cejaba y me volvía a hacer la pregunta.
Debe recordarse, además, que ya yo andaba dibujando corazones en los cuadernos de las condiscípulas…
Primero fui monaguillo en mi capilla de San José, con el Padre Bobadilla; para ello tuve que aprender a responder la Misa en latín. Mi tío Apolinar me copió en un papel, con sus preciosas letras, todas las respuestas y yo las practicaba especialmente cuando iba en la burra a cargar el agua.
Luego fui monaguillo en la parroquia de Licey, con los padres Santiago, Romano, París, Luis y otros Misioneros del Sagrado Corazón (MSC). Un día, el Padre Santiago Godbout me preguntó directamente: “¿Te gustaría ser sacerdote?” Naturalmente, con fuerte acento. Y le dije que sí. Luego me invitó a una jornada vocacional, en la escuela de Licey. Antes de salir para la misma, mi papá me dijo: “Si brindan alguna cosa, estate atento por si no alcanzara para todos, para que tú compartas de lo que te toque”. Y así fue.
Al final del encuentro entró un joven vendedor de helados, con su caja de madera colgada al hombro con una correa de cuero. Iba dando a cada uno un helado de cuadrito (un pequeño cubo), pero no le alcanzó para el último. De inmediato me levanté y le di la mitad del mío, tal como lo había previsto mi padre.
En ese encuentro presentaron una película de misioneros, en la que aparecían personas de raza negra; pensé siempre que sería Haití, pero luego me dijeron que los misioneros del Sagrado Corazón no tenían entonces misión en Haití. Era, pues, África. No sé si antes o después de eso, invitaron los Padres MSC a su seminarista Darío Taveras, nativo de Licey, para que predicara en una Misa. Me gustó tanto la forma en que explicó el Evangelio, que quedé encantado. En eso fue creada la Parroquia de Licey, y la asumieron los Padres Diocesanos (1962), y al poco tiempo me invitó el Padre Agripino Núñez, su primer Párroco, a hacer otra jornada vocacional; la cosa era para pronto. Yo tenía sucia la única remuda (única ropa de vestir) y era tiempo de mucha lluvia. Se lavó la ropa pero no había manera de que se secara; por eso tuve que ir a casa de María Rodríguez (la tía del Padre Darío Taveras), que tenía una plancha eléctrica, a algo más de dos kilómetros, para secar de este modo la ropa.
Debo decir que el Padre Agripino llevó al grupo de monaguillos (entonces quizá cuatro o cinco: Lázaro y Jaime Alba, Ignacio Bretón…) a un paseo a la Capital (para mí, más de diez años después de que me llevara mi abuela materna). En el cine Lido vimos la película llamada Barrabás, de la que sólo recuerdo un incendio, una muerte con puñal, un arroyo cristalino y la gran cara de salteador que Anthony Quinn exhibía en ella. Antes de esta, mis películas eran oídas: mi primo José Venancio, santiaguero, las veía en la ciudad y me las contaba en el campo. Así oí (casi la vi) Los Cañones de Navarone, de la que sólo recuerdo el dramatismo y la emoción con que Venancio la contaba.
Después fui monaguillo cuando los Padres Flores, Moya y luego Arnaldo Bazán fueron Párrocos; atendían la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, de Licey, residiendo en el Seminario San Pío X. El Padre Bazán me regaló, tiempo después, –entre otras cosas– la estola para mi Ordenación diaconal, que todavía conservo.
Fui admitido en el Seminario San Pío X, de Licey. Mi mamá tuvo que ponerse en movimiento, pues encontrábamos larga la lista de cosas que se necesitaban.
Recuerdo que Lupe Ceballos salió con ella a visitar personas para pedirles cosas; Mayoya (María Dolores, esposa de Elpidio Bretón) me hizo el uniforme: corbata y pantalón negros, camisa blanca (y cara de bobo, añadían en ese tiempo). La sotana negra fue de Ricardo Fernández Taveras, ex seminarista. Colaboró Doña Álida de González, de Santo Domingo, Furcy Taveras, de Licey, y cientos de personas más. Ya todo estaba listo, pero como no había maleta; entonces papá la fabricó de madera; el manubrio o agarradera lo tomó de una batea de zinc y pintó la maleta de azul cielo. Aparte de que pesaba un poco, se inclinaba algo hacia un lado, al agarrarla por el manubrio.
No me hacía mucha gracia pensar en llegar con ella al Seminario. Y no tuve que hacerlo, pues trajeron una del Hospicio de Santiago; era de color crema, con dos franjas marrones o rojizas; según dijeron, fue de un sacerdote que había muerto (quizá del Padre Leocadio Del Saz).
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