Para que la vida tenga sentido es necesaria la esperanza. Cuenta el gran psiquiatra vienés, Viktor Frankl, quien por su origen judío, fue llevado a los campos de concentración del régimen nazi, que los prisioneros que apelaban más rápidamente al suicidio eran aquellos que habían perdido ya la esperanza. Aquellos para quienes la vida no tenía ya un sentido ni un por qué.
Él mismo cuenta en sus textos que si, precisamente, pudo sobrevivir en medio de aquella horrible pesadilla, de horror, humillación y tormento, pudo lograrlo debido a su profunda fe en Dios y a la esperanza que le animaba de que aún contaba con el amor de su esposa, sus hijos y seres queridos y en los proyectos inconclusos que aún anhelaba emprender. Por eso llega a afirmar que “si tenemos un por qué para vivir encontraremos cómo vivir”.
Jean Grondin, el destacado filósofo y hermeneuta canadiense, nos recuerda que “… la esperanza de la vida, y de que la vida tenga un sentido, no es solamente algo que se encuentra más allá o por delante de la vida, en el futuro, como un imán que la atrae, sino algo que se encuentra también detrás de ella, que la empuja de alguna manera… Se podría hablar aquí de la esperanza inmanente a la vida…Es la espera que nos permite esperar que el sol salga nueva vez cada mañana…”.
En realidad, vivir, aunque no tengamos clara conciencia de ello, es “instalarse” en la esperanza. Salvo situaciones excepcionales, solemos proyectarnos en el futuro. De ahí las agendas y los calendarios que nos van recordando el incesante transcurrir de los días.
Pero si es cierto todo lo anterior, también es cierto que la vida terrenal es finita; que por intensas que sean nuestras jornadas y admirables nuestros logros, llegará un día en que dejaremos de proyectar, de programar, de hacer planes para el día siguiente, porque llegaron a término, en su horizonte terreno, todas nuestras posibilidades.
Cuando meditamos serenamente sobre lo anteriormente planteado, surge entonces la pregunta por el sentido último y definitivo de todo lo que hacemos. ¿Culminarán sin más todos nuestros anhelos? ¿Desaparecerán para siempre aquellos que amamos? ¿Terminarán en la fría loza de un sepulcro todos nuestros afanes?
Pero, de igual manera, lo que es válido preguntarse en lo que respecta al destino personal de cada uno, ¿no cabe preguntarlo también para los horizontes del mundo y de la historia? ¿Será posible en el mundo hacer justicia a todos los inocentes; a quienes han desaparecido en el devenir del mundo víctimas de la violencia y la injusticia? ¿Cómo serán reparados aquellos para quienes humanamente no existe posibilidad de reparación por el daño inflingido?
Todo ello nos lleva a plantearnos seriamente el verdadero alcance y sentido de nuestra esperanza. La esperanza intramundana en su dimensión personal, social e histórica está sujeta a un horizonte de temporalidad que precisa ser trascendido. Y es, entonces, cuando encuentra sentido pleno la esperanza cristiana; esa nueva forma de ver la vida, de ver el mañana, de apreciarlo y dimensionarlo todo.
Desde esta perspectiva, toda la vida es un adviento; un caminar en esperanza hacia un destino nuevo, inédito; preñado de posibilidades, de sorpresas; de una dimensión sin límites para lo bello, lo bueno y lo verdadero.
Y saber que este destino nuevo y definitivo para cada ser humano comenzó un día en un pesebre humilde de Belén.
¿Cómo no temblar de gozo ante el inefable misterio de un Dios que nos salva en la humildad de un niño tierno y pobre? Es este el gran misterio de la navidad y el sentido del adviento. Todo lo demás encuentra sentido si entronca con esta verdad esencial.
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