“Aquel día -oráculo del Señor de los ejércitos- romperé el yugo de tu cuello y haré saltar las correas; ya no servirán a extranjeros, servirán al Señor, su Dios, y a David, el rey que les nombraré. Y tú, siervo mío, Jacob, no temas; no te asustes, Israel -oráculo del Señor-, que yo te salvaré del país remoto y a tu descendencia del destierro; Jacob volverá y descansará, reposará sin alarmas, “porque yo estoy contigo para salvarte -oráculo del Señor-. Destruiré a todas las naciones por donde os dispersé, a ti no te destruiré, te corregiré con medida y no te dejaré impune.” (Jeremías 30, 8-11)

Liberación. Es la idea predominante de este texto y de la fiesta mariana que hoy celebra la Iglesia que peregrina en la República Dominicana. “Romperé el yugo de tu cuello y haré saltar las correas”. En esa potente frase, típicamente “jeremiana”, se puede recoger su mensaje profético (“romper el yugo” es una expresión frecuente en este profeta). A Jeremías le tocó desde muy joven enfrentarse a las autoridades judías de su época, quienes parecían ciegos ante las amenazas internacionales que se cernían sobre su pueblo. Una y otra vez le tocó alentar al pueblo mientras hacía ver a las autoridades civiles y religiosas su insensatez. Expresiones como las siguientes, extraídas del texto que meditamos, retratan la situación: “ya no servirán a extranjeros”, “no te asustes, Israel, que yo te salvaré del país remoto” (se refiere a Babilonia). Con razón a la parte del libro de Jeremías donde aparecen estas líneas se le llama “libro de las consolaciones” (caps. 30-33), pues relata el fin del dominio extranjero. Son la culminación del mensaje de esperanza del profeta a los que posiblemente viven en cautiverio. Se les ha venido a llamar también “capítulos de salvación”.

En efecto, los capítulos 30-31 de Jeremías están matizados por la esperanza. Consta de seis poemas (nuestro texto forma parte del primero) que procuran ofrecer consuelo al pueblo en medio de la desventura (guerra y enfermedad incurable), después de haber denunciado hasta la saciedad la incompetencia y el mal cometido por los gobernantes de turno. Nuestro texto forma parte del núcleo del mensaje de consolación que transmiten esos dos capítulos para alentar al pueblo que sufre los efectos de la catástrofe. Jeremías 30, 8-11, nuestro texto, describe la liberación.

Así, el profeta de denuncia, de crisis y de lloros, que fue Jeremías, aparece también como profeta de esperanza. Le tocó vivir y comunicar esperanza en tiempos turbulentos. Ante la situación real de su pueblo, abocado a la ruina y amenazado por el imperio dominante de la época, no le quedó otra cosa que ser portavoz de una esperanza que parecía escaparse. Solo el amor fiel de Dios podía sostenerle en la esperanza en esos momentos desesperanzados. Un hombre tan lúcido como Jeremías al momento de analizar el corazón humano y la sociedad no podía albergar cualquier esperanza. La de él no es ni ilusa ni fácil. Es la esperanza resultante de un debate continuo que atraviesa todo su libro. “Esperanza en debate con la desesperanza” es un buen título para el libro de este profeta.

Y con todo, nuestro texto muestra que siempre hubo en él esperanza. Eso sí, una esperanza paradójica. La ofrece al pueblo, especialmente a los cautivos, en medio de un panorama histórico que invita a todo lo contrario. Un cántico suyo que aparece en la Liturgia de las Horas describe la catástrofe y el sufrimiento del profeta: “Mis ojos se deshacen en lágrimas, día y noche no cesan: por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo, una herida de fuertes dolores. Salgo al campo: muertos a espada; entro en la ciudad: desfallecidos de hambre; tanto el profeta como el sacerdote vagan sin sentido por el país”. En situaciones como esas solo es posible vivir la esperanza mirando a Dios cara a cara y mirando todo desde Él.

“Con todo, Jeremías no puede desentenderse de su pueblo: lo ama y sufre por él. Ora a Dios a su favor, lo que lo llevará a poder alimentar esperanza respecto al mismo. ¡Oración desgarrada y esperanzada al mismo tiempo! Ora por el pueblo: lo pone ante su Dios con su pecado y su futuro amenazado; lo pone con el amor con que, un día, antaño, Dios lo había elegido y amado: ¿no lo había creado y elegido para siempre? De ahí la esperanza de Jeremías: Dios tendrá misericordia de su pueblo” (José Luis Elorza).