Este pobre gritó y el Señor lo escuchó

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  1. «Este pobre gritó y el Señor lo escu­chó» (Sal 34,7). Las pala­bras del salmista las hacemos nuestras desde el momento en el que también nosotros estamos llamados a ir al encuentro de las diversas situacio­nes de sufri­miento y margi­nación en la que viven tantos hermanos y hermanas, que habitualmente designamos con el término general de “pobres”. Quien ha escrito esas pala­bras no es ajeno a esta condición, sino más bien al contrario. Él ha experimentado directamente la pobreza y, sin embargo, la transforma en un canto de alabanza y de acción de gracias al Señor. Este salmo nos permite también hoy a noso­tros, rodea­dos de tantas formas de po­breza, comprender quiénes son los verdaderos pobres, a los que estamos llamados a dirigir nuestra mirada para escuchar su grito y reconocer sus necesidades.

Se nos dice, ante todo, que el Señor escucha a los pobres que claman a él y que es bue­no con aquellos que buscan refugio en él con el corazón destrozado por la tristeza, la soledad y la ex­clusión. Escu­cha a todos los que son atropellados en su dignidad y, a pesar de ello, tienen la fuerza de alzar su mirada al cielo para recibir luz y consuelo. Escucha a aquellos que son perseguidos en nombre de una falsa justicia, oprimidos por polí­ticas indignas de este nombre y atemorizados por la violencia; y aun así saben que Dios es su Salvador. Lo que surge de esta oración es ante todo el sentimiento de abandono y confianza en un Padre que escucha y acoge. A la luz de estas palabras podemos comprender más plenamente lo que Jesús pro­clamó en las bienaventuranzas: «Biena­venturados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).

En virtud de esta expe­riencia única y, en muchos sentidos, inmerecida e impo­sible de describir por completo, nace el deseo de contarla a otros, en primer lugar a los que, como el salmista, son pobres, rechazados y margi­nados. Nadie puede sentirse excluido del amor del Padre, especialmente en un mundo que con frecuencia pone la riqueza como primer objetivo y hace que las personas se encierren en sí mismas.

  1. El salmo describe con tres verbos la actitud del pobre y su rela­ción con Dios. Ante todo, “gritar”. La condición de po­breza no se agota en una ­palabra, sino que se transforma en un grito que atraviesa los cielos y llega hasta Dios. ¿Qué expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y soledad, su desilusión y esperanza? Po­de­mos preguntarnos: ¿Cómo es que este grito, que sube hasta la presencia de Dios, no consigue llegar a nuestros oídos, dejándonos indiferentes e impasibles? En una Jornada como esta, estamos llamados a hacer un serio exa­men de conciencia para dar­nos cuenta de si realmente hemos sido capaces de escu­char a los pobres.

Lo que necesitamos es el silencio de la escucha para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los que ha­blamos mucho, no lograre­mos escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a noso­tros mismos que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su condición. Es­tamos tan atrapados por una cultura que obliga a mirarse al espejo y a preocuparse excesivamente de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto de altruismo para quedarnos sa­tisfechos, sin tener que comprometernos directamente.

 

  1. El segundo verbo es “responder”. El salmista dice que el Señor, no solo escucha el grito del pobre, sino que le responde. Su respuesta, como se muestra en toda la historia de la salva­ción, es una participa­ción llena de amor en la condición del pobre. Así ocurrió cuando Abrahán manifestó a Dios su deseo de tener una descendencia, a pesar de que él y su mujer Sara, ya ancianos, no tenían hijos (cf. Gn 15,1-6). Tam­bién sucedió cuando Moisés, a través del fuego de una zarza que ardía sin consu­mirse, recibió la revelación del nombre divino y la mi­sión de hacer salir al pueblo de Egipto (cf. Ex 3,1-15). Y esta respuesta se confirmó a lo largo de todo el camino del pueblo por el desierto, cuando sentía el mordisco del hambre y de la sed (cf. Ex 16,1-16; 17,1-7), y cuando caían en la peor miseria, es decir, la infidelidad a la alianza y la idolatría (cf. Ex 32,1-14).

La respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia y para ayudar a reemprender la vida con digni­dad. La respuesta de Dios es también una invitación a que todo el que cree en él obre de la misma manera, dentro de los límites huma­nos. La Jor­nada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia en­tera, extendida por el mun­do, diri­ge a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Proba­blemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo pue­de ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la pre­sencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no ne­cesitan los pobres es un acto de ­delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor. La solicitud de los creyentes no puede limitarse a una forma de asistencia –que es necesa­ria y providencial en un pri­mer momento–, sino que exige esa «atención amante» (Exhort. ap. Evangelii gau­dium, 199), que honra al otro como persona y busca su bien.

  1. El tercer verbo es “liberar”. El pobre de la Biblia vive con la cer­teza de que Dios interviene en su favor para restituirle la dignidad. La pobreza no es algo buscado, sino que es causada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la in­justicia. Males tan antiguos como el hombre, pero que son siempre pecados, que afectan a tantos inocentes, produciendo consecuencias sociales dramáticas. La acción con la que el Señor libera es un acto de salva­ción para quienes le han manifestado su propia triste­za y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen gracias a la potencia de la intervención de Dios. Tantos sal­mos narran y celebran esta historia de salvación que se refleja en la vida personal del pobre: «[El Señor] no ha sentido desprecio ni repugnancia ha­cia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxi­lio, lo escu­chó» (Sal 22,25). Poder contemplar el rostro de Dios es signo de su amistad, de su cercanía, de su salvación. Te has fijado en mi aflicción, velas por mi vida en peligro; […] me pusiste en un lugar espacioso (cf. Sal 31,8-9). Ofrecer al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red del caza­dor” (cf. Sal 91,3), a alejarlo de la trampa tendida en su camino, para que pueda caminar libremente y mirar la vida con ojos serenos. La salvación de Dios adopta la forma de una mano tendida hacia el pobre, que acoge, protege y hace po­sible expe­rimentar la amistad que tanto necesita. A partir de esta cercanía, concreta y tangible, comienza un genuino itinerario de liberación: «Ca­da cristiano y cada comuni­dad están llamados a ser ins­trumentos de Dios para la ­liberación y promoción de los pobres, de manera que pue­dan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el cla­mor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gau­dium, 187).
  2. Me conmueve sa­ber que muchos pobres se han identificado con Bartimeo, del que habla el evangelista Mar­cos (cf. 10,46-52). El ciego Bartimeo «estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna» (v. 46), y habiendo escuchado que Jesús pasaba «empezó a gritar» y a invocar al «Hijo de David» para que tuviera pie­dad de él (cf. v. 47). «Muchos lo increpaban para que se ca­llara. Pero él gritaba más fuerte» (v. 48). El Hijo de Dios escuchó su grito: «“¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Rabbunì, que re­cobre la vista”» (v. 51). Esta página del Evangelio ha­ce visible lo que el salmo anunciaba como promesa. Barti­meo es un pobre que se en­cuentra privado de capacida­des fundamentales, como son la de ver y trabajar. ¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas de precariedad! La falta de medios básicos de subsistencia, la marginación cuando ya no se goza de la plena capacidad laboral, las diversas formas de esclavitud social, a pesar de los progresos realizados por la huma­ni­dad… Cuántos pobres están también hoy al borde del camino, como Bartimeo, buscando dar un sentido a su condición. Muchos se preguntan cómo han llegado hasta el fondo de este abismo y cómo poder salir de él. Es­peran que alguien se les acer­que y les diga: «Ánimo. Le­vántate, que te llama» (v. 49).

Por el contrario, lo que lamentablemente sucede a menudo es que se escuchan las voces del reproche y las que invitan a callar y a sufrir. Son voces destempladas, con frecuencia determinadas por una fobia hacia los po­bres, a los que se les consi­dera no solo como personas indigen­tes, sino también como gente portadora de inseguridad, de inestabilidad, de desorden para las rutinas cotidianas y, por lo tanto, merecedores de rechazo y apartamiento. Se tiende a crear distancia entre los otros y uno mismo, sin darse cuenta de que así nos distanciamos del Señor Jesús, quien no solo no los rechaza sino que los llama a sí y los consuela. En este caso, qué apropiadas se nos muestran las palabras del profeta sobre el estilo de vida del creyente: «Soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los opri­midos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hos­pedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo» (Is 58,6-7). Este modo de obrar permite que el pecado sea perdonado (cf. 1P 4,8), que la justicia recorra su ca­mino y que, cuando seamos noso­tros los que gritemos al Señor, entonces él nos res­ponderá y dirá: ¡Aquí estoy! (cf. Is 58, 9).

  1. Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la pre­sencia de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas. Dios permanece fiel a su pro­mesa, e incluso en la oscuridad de la noche no deja que falte el calor de su amor y de su consolación. Sin embargo, para superar la opresiva con­dición de po­breza es necesa­rio que ellos perciban la pre­sencia de los hermanos y hermanas que se preocupan por ellos y que, abriendo la puerta de su co­razón y de su vida, los hacen sentir familiares y amigos. Solo de esta manera podre­mos «reconocer la fuer­za salvífica de sus vidas» y «ponerlos en el centro del camino de la Iglesia» (Ex­hort. apost. Evangelii gau­dium, 198).

En esta Jornada Mundial estamos invitados a concretar las palabras del salmo: «Los pobres comerán hasta saciarse» (Sal 22,27). Sabe­mos que tenía lugar el banquete en el templo de Jeru­salén des­pués del rito del sacrificio. Esta ha sido una experiencia que ha enriquecido en mu­chas Diócesis la celebración de la primera Jornada Mun­dial de los Po­bres del año pa­sado. Muchos encontraron el calor de una casa, la alegría de una comida festiva y la solidaridad de cuantos qui­sieron compartir la mesa de manera sencilla y fraterna. Quisiera que también este año, y en el futuro, esta Jor­nada se celebrara bajo el signo de la alegría de redescubrir el valor de estar juntos. Orar juntos en comunidad y compartir la comida en el do­mingo. Una expe­riencia que nos devuelve a la primera comunidad cristia­na, que el evangelista Lucas describe en toda su origina­lidad y sencillez: «Perseve­raban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oracio­nes. [….] Los cre­yentes vivían todos unidos y tenían todo en común; ven­dían po­sesiones y bienes y los repar­tían entre todos, según la ne­cesidad de cada uno» (Hch 2,42.44-45).

  1. Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la comunidad cristiana como signo de cercanía y de ali­vio a tantas formas de po­breza que están ante nues­tros ojos. A menu­do, la co­laboración con otras iniciativas, que no están mo­tivadas por la fe sino por la solidaridad humana, nos permite brindar una ayuda que solos no podríamos realizar. Reco­nocer que, en el inmenso mundo de la pobreza, nuestra intervención es también limitada, débil e insuficien­te, nos lleva a tender la mano a los demás, de modo que la colaboración mutua pueda lograr su objetivo con más eficacia. Nos mueve la fe y el imperativo de la caridad, aunque sabemos reconocer otras formas de ayuda y de solidaridad que, en parte, se fijan los mismos objetivos; pero no descuidemos lo que nos es propio, a saber, llevar a todos hacia Dios y hacia la santidad. Una respuesta adecuada y plenamente evangé­lica que podemos dar es el diá­logo entre las diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra colaboración sin ningún tipo de protagonismo.

En relación con los po­bres, no se trata de jugar a ver quién tiene el primado en el intervenir, sino que con hu­mildad podamos reconocer que el Espíritu suscita gestos que son un signo de la res­puesta y de la cercanía de Dios. Cuando encontramos el modo de acercarnos a los pobres, sabemos que el primado le corresponde a él, que ha abierto nuestros ojos y nuestro corazón a la conversión. Lo que necesitan los pobres no es protagonismo, sino ese amor que sabe ocultarse y olvidar el bien reali­zado. Los verdaderos prota­gonistas son el Señor y los po­bres. Quien se pone al servicio es instrumento en las manos de Dios para que se reconozca su presencia y su salvación. Lo recuerda san Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto, que competían ente ellos por los carismas, en busca de los más prestigiosos: «El ojo no pue­de decir a la mano: “No te ne­cesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,21). El Após­tol hace una consideración importante al observar que los miembros que parecen más débiles son los más necesarios (cf. v. 22); y que «los que nos parecen más despreciables los rodea­mos de mayor respeto; y los me­nos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan» (vv. 23-24). Pablo, al mismo tiempo que ofrece una enseñanza fundamental sobre los carismas, también educa a la comuni­dad a tener una actitud evan­gélica con res­pecto a los miembros más dé­biles y necesitados. Los discípulos de Cristo, lejos de albergar sentimientos de desprecio o de pietismo hacia ellos, están más bien llamados a honrarlos, a darles pre­ce­dencia, convencidos de que son una presencia real de Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).

  1. Aquí se comprende la gran distancia que hay entre nuestro mo­do de vivir y el del mun­do, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen poder y riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un desecho y una ver­güenza. Las palabras del Apóstol son una invitación a darle plenitud evangélica a la solidaridad con los miembros más débiles y menos capaces del cuerpo de Cris­to: «Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12, 26). Siguiendo esta misma línea, así nos exhorta en la Carta a los Romanos: «Ale­graos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consi­deración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde» (12,15-16). Esta es la voca­ción del discípulo de Cristo; el ideal al que aspirar con constancia es asimilar cada vez más en nosotros los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
  2. Una palabra de es­peranza se convier­te en el epílogo natural al que conduce la fe. Con frecuencia, son precisamente los pobres los que ponen en crisis nuestra indiferencia, fruto de una visión de la vida excesivamente inmanente y atada al presente. El grito del pobre es también un grito de esperanza con el que manifiesta la certeza de que será liberado. La esperanza fundada en el amor de Dios, que no abandona a quien confía en él (cf. Rm 8,31-39). Así escribía santa Teresa de Ávi­la en su Camino de perfección: «La pobreza es un bien que en­cierra todos los bienes del mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los bienes del mundo a quien no le im­portan nada» (2,5). En la me­dida en que sepamos discer­nir el verdadero bien, nos volveremos ricos ante Dios y sabios ante no­sotros mismos y ante los demás. Así es: en la medida en que se logra dar a la riqueza su sentido justo y verdadero, crecemos en hu­ma­nidad y nos hacemos capaces de compartir.
  3. Invito a los herma­nos obispos, a los sacerdotes y en particular a los diáconos, a quie­nes se les impuso las manos para el servicio de los po­bres (cf. Hch 6,1-7), junto con las personas consagra­das y con tantos laicos y laicas que, en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos, hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangeliza­ción. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia. Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo re­cíprocamente las manos unos a otros, se realice el encuentro salvífico que sos­tiene la fe, vuelve operosa la caridad y permite que la esperanza prosiga segura en su camino hacia el Señor que llega.

 

Vaticano, 13 de junio de 2018

 

Memoria litúrgica de san Antonio de Padua

 

Francisco

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