En aquellos días, el Señor se apareció a Abrahán junto a la encina de Mambré, mientras él estaba sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor. Alzó la vista y vio a tres hombres en pie frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda y se prosternó en la tierra, diciendo: “Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un pedazo de pan para que cobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a vuestro siervo.” Contestaron: “Bien, haz lo que dices.” Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: “Aprisa, tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz una hogaza.” Él corrió a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase en seguida. Tomó también cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió. Mientras él estaba en pie bajo el árbol, ellos comieron. Después le dijeron: “¿Dónde está Sara, tu mujer?” Contestó: “Aquí, en la tienda.” Añadió uno: “Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo.” (Génesis 18, 1-10)

Como sabemos, la figura de Abraham tiene un valor único en la historia sagrada. Con él comienza el peregrinar de un pueblo, es el primero de todos los antepasados. Todo lo que sucede con él son experiencias “fundacionales”, esto es, cada cosa que pasa con Abraham funda una tradición, da origen a un lugar (especialmente de culto) o marca el comienzo de un elemento “identitario” del pueblo judío (la circuncisión, por ejemplo). Todo lo que pasa con Abraham luego sucederá, de una forma u otra, en algún momento de la historia de su pueblo. Jean Louis Ska, gran estudioso del Antiguo Testamento, especialmente del Pentateuco, lo expresa con la claridad que lo caracteriza: “el tiempo de Abrahán es un «tiempo paradigmático y fundacional» para el pueblo de Israel y para todos los creyentes. El «tiempo de Abrahán» es una época en la que Israel relee su fe, sus ideales, sus experiencias, sus esperanzas y sus comportamientos fundamentales. Encuentra en él la legitimación de su existencia y el fundamento de su identidad”.

Abraham es, por lo tanto, una figura destinada a convertirse en un “modelo” para sus descendientes. “El patriarca vive su fe en el Señor que le llama y le acompaña por todas partes en un tiempo que precede a la conquista de la tierra, la monarquía y la construcción del Templo de Jerusalén. Por este motivo puede ser el antepasado de todos los que viven en el exilio o en la diáspora, los que viven en la tierra y los que caminan por las vías que conducen o reconducen a la tierra prometida” (Jean Louis Ska).

En el relato que hoy nos ocupa lo encontramos practicando uno de los grandes valores de la antigüedad, especialmente en tiempos del nomadismo: la hospitalidad. Y gracias a que es movido por tal valor aloja sin saberlo al mismo Señor. Es una escena descrita con abundancia de pormenores. Entre todos ellos destaca uno: el cruce de la cotidianidad de la vida con la irrupción de lo trascendente en ella. Abraham “estaba sentado a la puerta de la tienda, porque hacía calor”. Me lo imagino dormitando, recostado en algún asiento, bajo la sombra, a la hora de la siesta. ¡Qué imagen tan real y tan cotidiana! Es una acción que las personas de clima caliente hacen prácticamente todos los días. Ahí, en la cotidianidad de la vida, Abraham recibe una “visita” de Dios. También en esto el patriarca es paradigmático. ¿No es en la cotidianidad de la vida que Dios suele irrumpir en la “casa” de alguien?

Notemos, además, la premura y la esplendidez con que el patriarca sirve a sus huéspedes: “Abrahán entró corriendo en la tienda donde estaba Sara y le dijo: “Aprisa, tres cuartillos de flor de harina, amásalos y haz una hogaza.” Él corrió a la vacada, escogió un ternero hermoso y se lo dio a un criado para que lo guisase en seguida. Tomó también cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió”. Abraham aparece aquí como un amigo de verdad, que recibe bien a todos sus huéspedes.

Finalmente, llama la atención que ni Abraham ni Sara adviertan claramente que se trata de una visita de Dios. Al final del texto no hay palabras de reconocimiento. Es el narrador quien al comienzo dice que “el Señor se apareció a Abraham junto a la encina de Mambré”. Comentando este episodio, nos dice Ska: “Dios se comporta como una persona normal que, al pasar junto a la casa de un amigo, llama a la puerta con la seguridad de poder tomar algo antes de seguir el viaje”. 

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