Pbro. Isaac García de la Cruz
Leyendo los textos del Evangelio sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús (Mt 26-27; Mc 14-15; Lc 22-23; Jn 12-19), nos encontramos que sus autores centraron toda su fuerza narrativa en el cómo sepultaron a Jesús, más que en el porqué; la razón es muy evidente: escribieron a personas que estaban familiarizadas con los ritos fúnebres de su tiempo, aun salvando la distancia entre las costumbres judías y romanas.
Los estudios arqueológicos, los escritos históricos y bíblicos, las informaciones que ha revelado el Sudario de Jesús (Manto de Turín o Sábana Santa), han logrado que la ciencia y la fe se encuentren en un único acontecimiento: el trato brindado al Cuerpo de Jesús, una vez fue bajado de la Cruz.
Para comprender un poco qué sucedió aquella tarde del primer Viernes Santo, es recomendable saber que la familia del difunto debía ocuparse de todos los preparativos de los ritos funerales, el mismo día de la muerte, antes de la puesta del sol. El cuerpo debía ser vigilado constantemente y nunca dejado solo. La preparación del cuerpo de la persona sin vida es un oficio exclusivo de las mujeres: se inicia cerrando los ojos del difunto; luego se cierra cada orificio del cuerpo; después se baña muy bien, se cortan las uñas y el pelo, se unge con aceites y perfumes y, al final, el cuerpo se envuelve en un sudario (takrik o takrikim) o un lienzo, generalmente de lino blanco.
Es parte del rito funeral encenderle velas tanto detrás de la cabeza como a los pies del difunto. Durante la exposición del cuerpo para ofrecer las condolencias de los familiares y amigos y en la procesión funeral, se queman y esparcen especias y aromas. Los judíos tenían la libertad de elegir el lugar de su preferencia para sepultar a sus difuntos.
En el caso de la muerte traumática de Jesús y siendo la víspera del sábado, por la prisa, no hubo tiempo suficiente para hacerle todos los ritos debidos, lo que originó la intervención de José de Arimatea y la búsqueda de una tumba para Jesús a pocos metros del Gólgota (Mt 27,57-60); hoy estos dos lugares están integrados en la misma nave de la Iglesia del Santo Sepulcro, el lugar más sagrado para el cristianismo.
Jesús no fue bañado antes de ser enterrado, porque no hubo tiempo, pero, sobre todo, porque cuando un judío muere violentamente, la sangre vertida, antes, durante y después de la muerte, la ropa empapada de sangre y la tierra donde cae su sangre, debe ser sepultada con él, porque “la sangre es la vida” (Dt 12,23), dicho de otro modo: “La vida de la carne está en la sangre” (Lev 17,11).
Las tumbas podían ser cavadas en rocas o en pozos (fosas) donde se descolgaban los cuerpos; estas últimas eran las tumbas de los pobres; en ambos casos, venían selladas con losas o piedras; las primeras eran cerradas durante un año, después del cual podían ser abiertas para colocar organizadas las osamentas en la misma tumba y seguir enterrando más difuntos en el mismo lugar.
La importancia de la Tumba de Jesús, lugar de mayor peregrinación para los cristianos, no radica en quién está en su interior, sino precisamente en que está vacía: esta es la primera evidencia de la Resurrección de Jesús, anunciada por las mismas palabras del ángel: “Sé que buscan a Jesús, el Crucificado; no está aquí, ha resucitado, como lo había dicho. Vengan, vean el lugar donde estaba” (Mt 28,5-6).