Tierra buena

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Con esta parábola el Maestro de Nazaret busca presentar las diversas

situaciones en las que se recibe la semilla del Reino.

 

 

El evangelista Mateo ha querido estructurar su Evangelio en torno a cinco discursos de Jesús. El tercero de ellos, y central tanto en estructura como en contenido, es el llamado discurso parabólico. El mismo consta de siete parábolas que nos narran cómo el Reino de Dios se hace presente en medio de nosotros, nos habla de su acogida y comprensión por parte de algu­nos, lo mismo que del rechazo de otros.  Este domingo se nos ofrece la primera de ellas, la cual hace de obertura de todo el discurso. Se trata del conocidísimo relato del sembrador. Cuidado con confun­dirla, como si se tratara de una pa­rábola de cosecha. En ella se nos hablar de siembra, no de búsqueda de resultados.

Con esta parábola el Maestro de Nazaret busca presentar las diversas situaciones en las que se recibe la semilla del Reino. Son cuatro los tipos de terreno que nos presenta, los cuales se identificarán más adelante con diversas actitu­des de corazón. Cada terreno re­presenta un modo de ser o estar el corazón humano. La pregunta que quedará flotando al final del relato será: ¿Cuál de estos terrenos me refleja mejor? ¿A cuál de ellos se parece más nuestro corazón? Algo que deja muy claro la parábola es que de acuerdo a la condición del terreno serán los frutos cosechados.

En tal sentido, la parábola pretende ser un espejo que, al mirar­nos en ella, nos invita a pensar en qué clase de tierra somos o en qué peligro nos amenazan. Son cuatro las posibilidades: un terreno pe­dre­goso, duro para la siembra; o que tal vez esté lleno de maleza, tan enmarañado que ni siquiera permita ver dónde cae la semilla; quizás sea simplemente la orilla de un camino, donde la semilla no penetra; existe también la posibilidad de que sea un terreno tan bue­no que la siembra dé abundante cosecha. Todos ellos son imagen de actitudes interiores y dificulta­des exteriores que podrían afectar el resultado de lo sembrado.

La tierra, con sus características particulares (pedregosa, enmara­ña­da, dura, buena) representa el misterio del ser humano, su cora­zón, dispuesto tanto para la acogida como para el rechazo de la pro­puesta divina. Hay corazones duros como terrenos pedregosos; los hay enmarañados como el ­terreno lleno de maleza; los hay también superficiales como la­ ­orilla del camino; y los hay tan fértiles como las tierras de muchos de nuestros campos. Es posible que al momento de narrar esta parábola el evangelista estuviera pensando en la comunidad a la que escribía. También es una lección para el lector de todos los tiempos.

En nuestro corazón Dios ha sembrado su sueño sobre nosotros. Lo ha puesto allí para que se vaya haciendo realidad a medida que crecemos. El Reino, como la semilla, no es un árbol que ha llegado al límite de sus posibilidades. Es algo que se va construyendo. De ahí la libertad y responsabilidad humana en cuanto que somos seres históricos. El Reino de Dios debe hacerse realidad. Otra pará­bola nos hablará de su desarrollo silencioso. Nuestra responsabilidad es el terreno y los posibles abonos, no somos destinatarios pasivos de la gracia; aunque ciertamente es Dios quien se encarga de sembrarla y hacerla crecer.

Estamos llamados a ser tierra buena; lo que no quiere decir tie­rra perfecta. Si nos fijamos, la semilla que cae en tierra buena no produce lo mismo en todos los casos. El Evangelio habla de un treinta, un sesenta y un cien por ciento. La perfección es un horizonte y mientras navegamos hacia él tenemos que tratar de que el corazón no esté duro, ni enmarañado, ni superficial. Solo debemos procurar que sea un corazón bueno, como la tierra de nuestros campos.

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