Miembro del Equipo Sacerdotal de la Zona Pastoral de Imbert

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Otro día hicimos una combinación mortal. Yo ce­lebraría en La Jaiba, Estero Hondo y seguiría desde ahí a un matrimonio en Gualete. Mientras tanto, el P. Timoteo me esperaría en La Isabela, pues necesitaba el Libro de Matrimonios que usaría yo en Gualete, pues él también te­nía matrimonio en La Isabela. Alguien me recogió en La Jaiba para llevarme a Gua­lete, con el compromiso de traerme de regreso al mismo lugar en que dejé el vehículo de la parroquia. Había un tre­mendo nublado. Cuando lle­gué a la puerta de la capilla de Gualete me dijeron los acompañantes de la novia: “Padre, mátela pronto, que hace siglos que estamos aquí”. La capilla estaba inundaba del olor de la naftalina (bolita de cucarachas), pues parece que, en realidad, el traje de la novia era el que tenía siglos guardado. La no­via era una dama de edad avanzada, pero estaba vestida con un traje largo, más o me­nos blanco –como para una reina– según es la costumbre.  Terminé la misa y los novios subieron a firmar. Cuando estaba indicándoles el lugar en el libro, me agarró desprevenido una dama de compa­ñía y me lanzó a la cara tre­mendo puñado de arroz. Por supuesto, no me hizo ninguna gracia.

Había motivo de sobra para querer retirarme de aquel lugar; sobre todo, sa­biendo que el padre Timoteo esperaba el libro. No sé si hubo fotos. Terminé y salí tan pronto pude. Procuré al cho­fer de la camioneta que se comprometió a llevarme has­ta La Jaiba, y no apareció ni vivo ni muerto. Hubo que ha­cer diligencia para que al­guien más me condujera al referido lugar. Por supuesto, a la hora que llegué a la Isa­bela, ya se había marchado el P. Timoteo sin poder celebrar el matrimonio.

En otra ocasión hice algo por esta zona, que no lo repetiría nuevamente. Salí oscuro de Imbert hacia Estero Hon­do, a la misa de viernes pri­mero. Se celebraba temprano en la mañana, y la capilla se llenaba especialmente de hombres, encabezados por un hermano apodado El Chófer. Ya una vez me sucedió que, revistiéndome yo para la misa, vi entrar al padre Tobías, quien se había confundido pensando que la misa le tocaba a él (¡Eran más de cuarenta kilómetros de mala carretera!). Pero este día, al preparar las cosas para la misa vi que no tenía hostias para consagrar: el presidente de asamblea de donde celebré la víspera las tomó todas sin decirme nada. Como en esta misa de los primeros viernes comulgaban casi todos (era la comunión reparadora), y tenía a continuación misa en La Jaiba, dije que fueran re­zando el santo rosario en lo que yo buscaba hostias. La carretera hacia La Isabela era un desastre, pero yo la pasé volando. Pensé encontrar hostias en La Isabela, pero no apareció quien tenía las lla­ves del armario, por lo que continué hacia Los hidalgos (Mamey). Después me dijo Francisca González (Pan­cha), de Unijica, que me vio pasar, pero que era un celaje, que apenas me reconoció.

Recogí las hostias y enfilé de nuevo hacia Estero Hon­do, y luego La Jaiba. Pero corrí con imprudencia tal, que no volvería a repetirlo jamás en mi vida.

En Imbert nos preparaba los alimentos Fredesvinda Acevedo Luperón, cariñosamente Fredi. Y así la llamaba todo el mundo. Esta coincidencia con mi nombre creó alguna dificultad, pues me llamaban para confesar y res­pondía ella; o llamaban para algo de la cocina, y respondía yo. Alguien llamó un día, y se molestó: “Oigan, un hombre serio, hablando como una mujer”. Y no valió que Fredi le explicara. Entonces el Pa­dre Batista dijo que arre­glaría la situación: “De ahora en adelante te llamarás Naja­roni” –me dijo. Lo tomó de Bill Naharoni, un pelotero de la época. Así remedió un poco la cosa.

Por supuesto, esta primera experiencia sacerdotal marcó toda mi vida. Era un territorio enorme en la Provincia de Puerto Plata, colindando con las provincias de Santiago y Montecristi, y todos los sa­cerdotes lo recorríamos ente­ro, aunque teníamos áreas pastorales asignadas.

Inicialmente, a mí me tocó ayudar al padre Timoteo en la pastoral juvenil (a me­nudo me confundían con él y me cobraban los rosarios y viajes a la playa que él ofre­cía a todo el mundo); éste tenía muy bien organizados los grupos para la Pascua Ju­venil, que eran multitudina­rias. Luego el Obispo me nombró encargado de la pastoral juvenil diocesana (9 de junio de 1979), con un equipo magnífico: Hermanas Patria Moreta (Del Perpetuo Soco­rro; fallecida 17 de octubre del 2010) y Sebastiana Esté­vez (de las Hijas de Jesús; fallecida 6 de julio del 2012), el Padre Ramón Rampérez sdb, los esposos Alejandro Herrera y Benilda Llenas, el joven Rommel Morel y la joven Agustina Peralta, de Santiago de los Caballeros.

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