El ocio en tiempo del Coronavirus

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En este tiempo del Coronavirus, ser buen ciudadano es quedarnos en nuestras residencias cuidando nuestra salud y la de todos los que nos rodean, y si la situación lo precisa y es factible, también debemos servirle a los que más necesitan para resistir esta calamidad.

Reconociendo la gravedad del momento, no es de extrañar que, para quizás convertir nuestro encierro en menos traumático, surjan chistes, ocurrencias, memes simpáticos, discusiones sobre la enfermedad… Las redes están repletas de ellos. De igual manera, brotan pensamientos profundos sobre la condición humana.

De mi parte, he meditado mucho sobre el ocio. Se ha apoderado de mi cuerpo y casi de mi cerebro. Es un ocio impuesto por las circunstancias. Por eso no me gusta. En cambio, me fascina el ocio ele­gido por mí, pues como decía Cicerón “no considero libre a quien no tiene algunas veces sus ratos de ocio”. Disfruto cuando el ocio es voluntario, en ese estado descanso, reflexiono en paz y soy productivo; pero cuando es obligado, se me pierde la adrenalina que me impulsa a hacer las cosas, esa agradable presión que me motiva a ser útil.

Son mis metas mientras dure este inoportuno ocio: compartir con mis seres queridos, siempre con prudencia; colaborar con algunos que lo requieren; contemplar la naturaleza; saborear un rico mondongo con yuca; forta­lecer mi espíritu y cuidar mi cuerpo (a pesar del mondongo). Y leer varios libros pendien­tes, escribir de lo que se me antoje y ordenar  algo la casa.

Empecé por el hogar. Me dediqué a “cucutearlo” y organizarlo. En varias cajas encontré lo siguiente: dos lapiceros de madera, un ajedrez del Perú, el libro “La masa” de Elías Canetti, un birrete de abogado, una decena de poesías nacidas en mi juventud y que me daba vergüenza pu­bli­car. Luego apareció una foto de mi Primera Comunión, cinco revistas “Muy interesante”, mis primeras sentencias cuando fui juez laboral en el año 1992, dos funditas de bellugas o bolones y tres cartas de amor quinceañero, enviadas sin obtener respuestas. Y descubrí decenas de cosas más que me hicieron concluir al estilo Pablo Neruda: “Con­fieso que he vivido”.

Respetando siempre los protocolos de lugar, asumamos estos días con calma y hasta con prudente alegría, sin olvidar ser solidarios y orar por los cientos de miles de hermanos que hoy sufren. Algo positivo a la humanidad producirá esta pandemia.

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