Desde que recuerdo

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La casa de mis abuelos maternos la visité con frecuencia hasta mis quince años de edad porque, ade­más de estar relativamente cerca, papá tenía que atender el pequeño conuco, reci­bido como dote o herencia por mi madre, ubicado a poca distancia de dicha casa.

De esta casa, aparte del cariño con que nos trataban abuelos, tíos, tías, primos, etc., recuerdo el patio, bastante espacioso, con dos grandes matas de limoncillo (quenepa), una más dulce que la otra; la más dulce se secó varios años después y la otra permanece, siempre frondosa, hasta hoy. En ese patio había también mamo­nes, cerezas, naranjas, y todos los árboles que suele haber en un patio de esa zona.

No se cuentan las veces que vi, en este patio, a Papá Bangué (Juan Evangelista), mi abuelo, envolviendo el tabaco entre dos largas cuerdas, amarradas a dos árboles distantes; iba y volvía de un extremo a otro, hasta que la cuerda cubría por completo el andullo. Después lo guar­daba un tiempo largo, al final del cual cortaba algunas rodajas de esa especie de pasta compacta y olorosa. Me encantaba ese olor.

Los sábados por la ma­ñana nunca fueron buenos para visitar esa casa (y creo que, en ese tiempo, ninguna otra): las mujeres (mis tías Teté, Hilda y demás) ponían todo patas arriba y echaban agua por todos lados, metidas en lavado y limpieza. Otro momento inadecuado para llegar de visita era cuan­do la abuela (Josefa Empe­ratriz Méndez) estaba en­frascada en su juego de lote­ría (semejante al bingo); casi no veía más que los cartones del juego. “Donde están ju­gando no atienden a la gen­te”, protestaba mi madre.

Esa abuela fue la que cargó conmigo para la Capi­tal, a mis cinco años de edad (1952), en una de las gua­guas que manejaba Rafael Bretón Núñez (el de Gra­cita), de Santiago a Santo Domingo. En realidad eran camiones convertidos en guaguas, gracias a la madera y a la hojalata. De ese viaje no he olvidado el zumbido del motor, sobre todo en las muchas subidas de la carre­tera de entonces, la mayor de las cuales era La Cumbre. Recuerdo cuando dijeron “llegamos a la Villa de las hortensias” (Bonao). Y, por supuesto, no puedo olvidar el limoncito que yo rayaba con las uñas y que olía para evitar el mareo.

Al entrar a la ciudad de Santo Domingo desde el Oeste, dominaba absolutamente el panorama el tanque del acueducto, que se veía impresionante; por un buen tiempo, esa era la imagen de la Capital que yo conservaba. Quién diría que con el tiempo llegaría a ser algo insignificante. Me refiero al que todavía está por los lados de la UNPHU, en la avenida Kennedy, pintado desde hace algún tiempo con colores vivos.

En Santo Domingo, nos alojamos en casa de Juanito, mi tío, y su esposa de enton­ces, Celeste, a quien recuerdo con mucho cariño. Sobre la mesa del comedor había un llamativo bizcocho, que estuvo muy sabroso; des­pués supe que parte de la sabrosura se debía a que tenía frutas secas y bastante ciruela pasa, lo cual explica las dificultades que mis intestinos causaron por la noche a mi tío y esposa…

En el patio de la casa había, sobre una caseta, un velocípedo que, aunque dañado, a mis rurales ojos de niño parecía algo mara­villoso.

El tío Abrahán Bretón nos llevó en su carro a casa de Guarionex, otro de mis tíos maternos. Su esposa (creo que en ese tiempo era Mimí Filión), estaba escamando un pez cuando llega­mos; era a mis ojos, enor­me, muchísimo más grande que los sagos y viejacas que papá pescaba en el río Licey. ¡Era un pez de mar! Aunque no recuerdo la impresión que me causó el mar que, por supuesto, me llevaron a ver.

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