MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA CELEBRACIÓN DE LA 52 JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ 1 DE ENERO DE 2019

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La buena política está  al servicio de la paz

 

  1. “Paz a esta casa”

 

Jesús, al enviar a sus discípulos en misión, les dijo: «Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros» (Lc 10,5-6).

Dar la paz está en el centro de la misión de los discípulos de Cristo. Y este ofrecimiento está dirigido a todos los hombres y mujeres que esperan la paz en medio de las tragedias y la violencia de la historia humana[1]. La “casa” mencionada por Jesús es cada familia, cada comunidad, cada país, cada continente, con sus caracte­rísticas propias y con su historia; es sobre todo cada persona, sin distinción ni discriminación. También es nuestra “casa común”: el planeta en el que Dios nos ha colocado para vivir y al que estamos llamados a cuidar con interés.

Por tanto, este es también mi deseo al comienzo del nuevo año: “Paz a esta casa”.

 

  1. El desafío de una buena política

 

La paz es como la espe­ranza de la que habla el poeta Charles Péguy[2]; es como una flor frágil que tra­ta de florecer entre las pie­dras de la violencia. Sabe­mos bien que la búsqueda de poder a cualquier precio lleva al abuso y a la injusticia. La política es un vehí­culo fundamental para edificar la ciudadanía y la acti­vidad del hombre, pero cuando aquellos que se ­dedican a ella no la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción.

Dice Jesús: «Quien quie­ra ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Como subrayaba el Papa san Pablo VI: «Tomar en serio la polí­tica en sus diversos niveles ―local, regional, nacional y mundial― es afirmar el deber de cada persona, de toda persona, de conocer cuál es el contenido y el valor de la opción que se le presenta y según la cual se busca realizar colectivamente el bien de la ciudad, de la nación, de la huma­nidad»[3].

En efecto, la función y la responsabilidad política constituyen un desafío permanente para todos los que reciben el mandato de servir a su país, de proteger a cuantos viven en él y de trabajar a fin de crear las condiciones para un futuro digno y justo. La política, si se lleva a cabo en el respeto fundamental de la vida, la libertad y la dignidad de las personas, puede convertirse verdaderamente en una for­ma eminente de la caridad.

 

  1. Caridad y virtudes humanas para una política al servicio de los derechos humanos y de la paz

 

El Papa Benedicto XVI recordaba que «todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de inci­dir en la pólis. […] El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. […] La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana»[4]. Es un programa con el que pueden estar de acuerdo todos los políticos, de cualquier pro­cedencia cultural o religiosa que deseen trabajar juntos por el bien de la familia humana, practicando aque­llas virtudes humanas que son la base de una buena acción política: la justicia, la equidad, el respeto mu­tuo, la sinceridad, la hones­tidad, la fidelidad.

A este respecto, merece la pena recordar las “bie­naventuranzas del político”, propuestas por el cardenal vietnamita François-Xavier Nguyễn Vãn Thuận, fallecido en el año 2002, y que fue un fiel testigo del Evan­gelio:

– Bienaventurado el polí­tico que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel.

– Bienaventurado el polí­tico cuya persona refleja credibilidad.

– Bienaventurado el polí­tico que trabaja por el bien común y no por su propio interés.

– Bienaventurado el polí­tico que permanece fielmente coherente.

– Bienaventurado el polí­tico que realiza la unidad.

– Bienaventurado el polí­tico que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical.

– Bienaventurado el polí­tico que sabe escuchar.

– Bienaventurado el polí­tico que no tiene miedo[5].

 

Cada renovación de las funciones electivas, cada cita electoral, cada etapa de la vida pública es una oportunidad para volver a la fuente y a los puntos de ­referencia que inspiran la justicia y el derecho. Esta­mos convencidos de que la buena política está al servicio de la paz; respeta y promueve los derechos huma­nos fundamentales, que son igualmente deberes recíprocos, de modo que se cree entre las generaciones presentes y futuras un vínculo de confianza y gratitud.

 

  1. Los vicios de la política

 

En la política, desgraciadamente, junto a las virtu­des no faltan los vicios, debidos tanto a la ineptitud personal como a distorsio­nes en el ambiente y en las instituciones. Es evidente para todos que los vicios de la vida política restan credibilidad a los sistemas en los que ella se ejercita, así como a la autoridad, a las decisiones y a las acciones de las personas que se dedican a ella. Estos vicios, que socavan el ideal de una democracia auténtica, son la vergüenza de la vida pública y ponen en peligro la paz social: la corrupción –en sus múltiples formas de apro­piación indebida de bienes públicos o de aprovecha­miento de las personas–, la negación del derecho, el incumplimiento de las normas comunitarias, el enri­quecimiento ilegal, la justificación del poder mediante la fuerza o con el pretexto arbitrario de la “razón de Estado”, la tendencia a perpetuarse en el poder, la xe­nofobia y el racismo, el re­chazo al cuidado de la Tierra, la explotación ilimitada de los recursos naturales por un beneficio inmediato, el desprecio de los que se han visto obligados a ir al exilio.

 

  1. La buena política promueve la participación de los jóvenes y la confianza en el otro

 

Cuando el ejercicio del poder político apunta únicamente a proteger los intereses de ciertos individuos privilegiados, el futuro está en peligro y los jóvenes pueden sentirse tentados por la desconfianza, porque se ven condenados a quedar al margen de la sociedad, sin la posibilidad de participar en un proyecto para el futuro. En cambio, cuando la política se traduce, con­cretamente, en un estímulo de los jóvenes talentos y de las vocaciones que quieren realizarse, la paz se propaga en las conciencias y sobre los rostros. Se llega a una confianza dinámica, que significa “yo confío en ti y creo contigo” en la posibilidad de trabajar juntos por el bien común. La política favorece la paz si se realiza, por lo tanto, reconociendo los carismas y las capacida­des de cada persona. «¿Hay acaso algo más bello que una mano tendida? Esta ha sido querida por Dios para dar y recibir. Dios no la ha querido para que mate (cf. Gn 4,1ss) o haga sufrir, sino para que cuide y ayude a vivir. Junto con el corazón y la mente, también la mano puede hacerse un instrumento de diálogo»[6].

Cada uno puede aportar su propia piedra para la ­construcción de la casa común. La auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacio­nales, intelectuales, cultura­les y espirituales. Una confianza de ese tipo nunca es fácil de realizar porque las relaciones humanas son complejas. En particular, vivimos en estos tiempos en un clima de desconfianza que echa sus raíces en el miedo al otro o al extraño, en la ansiedad de perder beneficios personales y, lamentablemente, se manifiesta también a nivel polí­tico, a través de actitudes de clausura o nacionalismos que ponen en cuestión la fraternidad que tanto necesita nuestro mundo globalizado. Hoy más que nunca, nuestras sociedades necesitan “artesanos de la paz” que puedan ser auténticos mensajeros y testigos de Dios Padre que quiere el bien y la felicidad de la familia humana.

 

  1. No a la guerra ni a la estrategia del miedo

 

Cien años después del fin de la Primera Guerra Mun­dial, y con el recuerdo de los jóvenes caídos durante aquellos combates y las poblaciones civiles devastadas, conocemos mejor que nunca la terrible enseñanza de las guerras fratricidas, es decir que la paz jamás puede reducirse al simple equilibrio de la fuerza y el miedo. Mantener al otro bajo amenaza significa re­ducirlo al estado de objeto y negarle la dignidad. Es la razón por la que reafirmamos que el incremento de la intimidación, así como la proliferación incontrolada de las armas son contra­rios a la moral y a la bús­queda de una verdadera concordia. El terror ejercido sobre las personas más vulnerables contribuye al exilio de poblaciones enteras en busca de una tierra de paz. No son aceptables los discursos políticos que tienden a culpabilizar a los migran­tes de todos los males y a privar a los pobres de la esperanza. En cambio, cabe subrayar que la paz se basa en el respeto de cada persona, independientemente de su historia, en el respeto del derecho y del bien común, de la creación que nos ha sido confiada y de la riqueza moral transmitida por las generaciones pasa­das.

Asimismo, nuestro pensamiento se dirige de modo particular a los niños que viven en las zonas de conflicto, y a todos los que se esfuerzan para que sus vidas y sus derechos sean protegidos. En el mundo, uno de cada seis niños sufre a causa de la violencia de la guerra y de sus consecuencias, e incluso es reclutado para convertirse en soldado o rehén de grupos armados. El testimonio de cuantos se comprometen en la defensa de la dignidad y el respeto de los niños es sumamente precioso para el futuro de la humanidad.

 

  1. Un gran proyecto de paz

 

Celebramos en estos días los setenta años de la Decla­ración Universal de los De­rechos Humanos, que fue adoptada después del segundo conflicto mundial. Re­cordamos a este respecto la observación del Papa san Juan XXIII: «Cuando en un hombre surge la conciencia de los propios derechos, es necesario que aflore también la de las propias obli­gaciones; de forma que aquel que posee determinados derechos tiene asimismo, como expresión de su dignidad, la obligación de exigirlos, mientras los de­más tienen el deber de reco­nocerlos y respetarlos»[7].

La paz, en efecto, es fruto de un gran proyecto político que se funda en la responsabilidad recíproca y la interdependencia de los seres humanos, pero es también un desafío que exige ser acogido día tras día. La paz es una conversión del corazón y del alma, y es fácil reconocer tres dimensiones inseparables de esta paz interior y comunitaria:

― la paz con nosotros mismos, rechazando la in­transigencia, la ira, la impaciencia y ―como aconsejaba san Francisco de Sales― teniendo “un poco de dulzura consigo mismo”, para ofrecer “un poco de dulzura a los demás”;

― la paz con el otro: el familiar, el amigo, el extranjero, el pobre, el que su­fre…; atreviéndose al en­cuentro y escuchando el mensaje que lleva consigo;

― la paz con la creación, redescubriendo la grandeza del don de Dios y la parte de responsabilidad que corres­ponde a cada uno de noso­tros, como habitantes del mundo, ciudadanos y artífices del futuro.

La política de la paz ―que conoce bien y se hace cargo de las fragilidades humanas― puede recurrir siempre al espíritu del Mag­níficat que María, Madre de Cristo salvador y Reina de la paz, canta en nombre de todos los hombres: «Su mi­sericordia llega a sus fieles de generación en genera­ción. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; […] acordándose de la mi­sericordia como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre» (Lc 1,50-55).

 

Vaticano,

8 de diciembre de 2018

 

Francisco

 

[1] Cf. Lc 2,14: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena vo­luntad».

[2] Cf. Le Porche du mystère de la deuxième vertu, París 1986.

[3] Carta ap. Octogesima ad­veniens (14 mayo 1971), 46.

[4] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 7.

[5] Cf. Discurso en la exposición-congreso “Civitas” de Pa­dua: “30giorni” (2002), 5.

[6] Benedicto XVI, Discurso a las Autoridades de Benín (Co­tonou, 19 noviembre 2011).

[7] Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 44.

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