En el artículo del pasado domingo, escrito a raíz de la valiente declaración pública del exviceministro de Transporte de Colombia, Gabriel García Morales, quien reconoció responsablemente haber aceptado sobornos en el sonado caso Odebrecht, concluíamos con una reflexión en que hacíamos referencia al hecho de que tal vez la lección más importante que nos deja a todos tan triste episodio es una llamada de atención para que en cualquier circunstancia de la vida en que nos encontremos, pero, más aún, cuando ocupamos una posición de poder, de cualquier dimensión o magnitud, hemos de librar el combate permanente, con la ayuda imprescindible de Dios, para no ceder ante sus engañosos halagos de los que nadie está exento.
Ya los clásicos nos alertaban continuamente en torno al cuidado del alma, un término que en nuestros días se torna perentorio recuperar. Platón, por ejemplo, en su Apología de Sócrates, consignaba la siguiente exhortación: “Estoy intentando persuadirlos…, oh jóvenes y ancianos; no deben tener cuidado de sus cuerpos, ni de las riquezas, ni de ninguna otra cosa con mayor empeño que su alma, de modo que se vuelva buena lo más posible, insistiendo en que la virtud no nace de las riquezas, sino que de la misma virtud nacen las ri-quezas y todos los demás bienes para los hombres, sea en lo público o en lo privado”.
En la Primera Carta del Apóstol San Pedro se hace una referencia muy digna de atención en torno a la vigilancia interior: “Vivan con sobriedad y estén alerta. El diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar”. (1 Pe 5, 8-9).
El siempre bien recordado Cardenal Carlo Martini, quien fue Arzobispo de Milán, en una hermosa meditación en torno a este texto lo relacionaba con la expresión cada vez más frecuente en el ser humano contemporáneo de “no tengo tiempo”, es decir, no se dedica tiempo al cuidado de sí como tampoco al cuidado de la relación con Dios, lo cual, por vía de consecuencia, conlleva la instauración del desorden en las relaciones que el ser humano configura con sus semejantes y con todas las cosas.
A este respecto, reflexionaba el Cardenal Martini en torno a esta actitud cada vez más presente en nuestra época: “no tengo tiempo de pensar en el “tiempo” de Dios porque el tiempo es “mío”, como es mía la vida, la naturaleza, las cosas, el dinero, Dios mismo. ¡ Todo es mío”. Yo soy el amo y lo uso y gasto todo a mi antojo. Si Dios no sirve para escuchar mis ganas de disfrute, para satisfacer mis exigencias, para hacer los milagros que me traen éxitos, triunfo, prestigio y poder, ¿Qué sentido tiene su existencia? Solo tengo tiempo para pensar en “mi” reino, porque ¿quién me garantiza que exista el llamado Reino de Dios, a cuya consecución debería dedicar tiempo y vigilancia?
Son estas, a decir del Cardenal Martini, las seducciones de una sociedad que se ha secularizado progresivamente y que va relegando a Dios entre las “cosas que se usan o dejan de usar” actitud que bien puede ser catalogada como una verdadera seducción de “ Satanás”, seducciones que no son las comunes y corrientes y que pueden resumirse en cuatro esenciales, a saber: El instinto de placer, de posesión, de prestigio y de poder, que el sabio biblista nos explicaba con su habitual sencillez y profundidad:
“El placer, perseguido como fin en sí mismo y sin más regla que la de gozar cuanto más mejor; la riqueza, acumulada y poseída con avidez; la ambición y la soberbia, siempre a la caza del aplauso, el prestigio y el éxito, como premisas que garantizan el poder someter a los demás y manipularlos para mi uso”. (Cardenal Carlo María Martini. Estoy llamando a la puerta. Editorial PPC, Madrid, 1998. Tercera Edición. Pág. 47).
En estas peligrosas y sutiles seducciones está el germen de la corrupción, privada y pública. La primordial actitud, por tanto, para combatirla cada día, ha de estar en la vigilancia responsable del corazón, en la oración y la meditación, en el cuidado permanente del alma.
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