La corrupción lo daña y desordena todo Reflexiones ante una responsable confesión pública

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Enorme atención y difusión pública ha concitado la valiente declaración pública del ex-viceministro de Transporte de Colom­bia, Gabriel García Morales, enjuiciado en su país por aceptar so­bornos de la Transna­cional Obebrecht.

En vez de la habi­tual invocación de “persecución política” y la consiguiente con­signa de que “defen­derá hasta con la vida su inocencia”, este des­tacado hombre público no ha vacilado en reco­nocer ante todos la falta cometida y en pedir perdón a su familia y a la sociedad.

Y lo ha hecho en unos términos que llaman poderosamente a reflexión y en los cua­les se trasluce el poder destructivo de la co­rrupción; de la ruptura consciente con los principios éticos y los códigos morales que insertos en lo más hondo de nuestro ser nos sirven de brújula para transitar por la vida.

No disponemos de espacio para transcri­bir in extenso tan aleccionadora declaración pública, que ya está circulando profusamente en las redes para quien desee leerla integramen­te. Para los fines del presente artí­culo me limito a seleccionar dos o tres párrafos de la misma para culminar luego con algunas re­flexiones:

“Hace más de 7 años me tocó enfren­tarme a la decisión moral y profesional más im­portante de mi vida hasta ese momento. Tuve la oportuni­dad de tomar el cami­no correcto que aun­que lleno de dificultades, me hubiera llevado a un me­jor destino, pero no lo hice. Tomé el camino equi­vocado. A pesar del esfuerzo, la educación y del ejemplo de mis padres, a pesar de los esfuerzos propios en educarme, a pesar de tener una esposa e hijos y familia que me llenaban la vida. A pesar de todas esas bendiciones me dejé llevar por im­pulsos enfermos y cedí ante la tentación de una pro­puesta perversa, co­mo aquel que sin brújula moral pierde el horizonte y desprecia la fe­licidad verdadera por las falsas promesas de la felicidad mate­rial”.

“Por este camino de equivocación destruí una historia moral de felicidad, de entrega re­cíproca, una historia de amor, esfuerzo y espe­ranza y la convertí en una tragedia para todos, dejando en me­dio de la de­solación más profunda aque­llos de los que solo recibí apo­yo y amor incondicional. A todos ellos les destrocé el cora­zón”.

“Por este camino de equivocación, les hice daño a mis queridos hijos, quienes son las mayores víctimas de esta tragedia. Qué dolo­roso es dañar a quien uno ama, a ese quien le ama a uno de manera gratuita. No hay penitencia más grave ni do­lorosa que esa”.

“Hoy me desprecio y arrepiento por haber sido esa persona que tomó ese camino. Me arrepiento por el daño que causé y asumo las consecuencias deriva­das de mis actos, con la única esperanza, firme convicción y propósito de reparar, en lo que esté a mi alcance, a los que sufrieron o se vie­ron afectados por mis errores. Me propongo en los días que me que­dan de vida dedicar mis esfuerzos y orientar mis actividades perso­nales en ese propósito”.

Los párrafos citados traslucen sinceridad, dolor interior, el reco­nocimiento responsable de un hombre bien formado humana, profesional y espiritualmen­te que ha cedido ante los engañosos y sutiles encantos del poder ma­terial. ¿No es este, en el fondo, el triste drama de la corrupción? ¿Pero cuantos de los que han sustraído fondos públicos, han reconocido con el coraje de este hombre que se han fa­llado a sí mismos, a su familia y a la sociedad?

Pero sin duda la más fecunda lección de esta confesión pública vale para todos por igual y es la de vivir en perpetua vigilancia interior; en re­conocer cada día nuestra fragilidad de crea­turas y en conven­cer­nos cada día de que sólo en Dios radica nuestra fuerza.

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