El Episcopado en el Siglo VI Es necesario saber combinar acción y contemplación

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San Gregorio I vivió du­rante la temprana Edad Me­dia. Fue Papa del año 590 al 604, y pertenece al minúsculo grupo de sumos pontífices calificados de grandes. Me­reció ese apelativo honorífico por la alta calidad de su pontificado en cuanto a magisterio y gobierno. Hay dos Papas más de­signados como magnos, San Leon I y San Nicolás I, pero ahora extra­ofi­cialmente están llamando grande también a San Juan Pablo II.

Del amplio cuerpo magisterial de San Gre­gorio seleccionamos una obra titulada, “Re­gla Pastoral”, mediante la cual nos enteramos de la situación del alto clero en el siglo VI. El libro se refiere principalmente, pero no ex­clusivamente, a los obispos.

Dice el santo Papa que nadie debía llegar a cargo alto en la Iglesia sin haber tenido pri­mero mucha expe­riencia pastoral (parte I,&1), inclu­yendo la ex­periencia ascética.

Al cesar las persecuciones con la paz cons­tantiniana, el episcopado fue adquiriendo ran­go de prestigio. Había clérigos que sin voca­ción divina a un mayor servicio, ambicionaban el episcopado por su posición elevada.

Para liderar en la Iglesia se necesitaba coherencia entre doctrina y práctica. No era apto quien predicaba una doctrina moral que no vivía. Ha­ría daño a la Iglesia quien por razón de su oficio profesara la santidad, pero luego actuase perversamente (I, 2).

El obispo digno debe temer más las prosperidades que las adversidades. Los tiempos re­cios o adversos lo ayudan a crecer espiritualmente, mientras que en tiempo de bonanza pue­de caer en orgullo y otras debilidades del espíritu (I, 3).

El obispo sabio no puede encargarse de todo por sí mismo, pues la multiplicidad de asuntos llegaría a agotarlo. Debe concentrar sus ener­gías en resolver lo más importante, y delegar asuntos me­nores.

Actuaría de manera egoísta el sa­cerdote cualificado en doctrina y virtud que rechazase el episcopado por vivir cómoda y despreocupa­da­mente en el monacato (I, 5). Dios da talentos para servicio de su pue­blo y no deben es­conderse so capa de falsa hu­mildad. Se deben aceptar los cargos no buscados como hizo San Pedro cuando Jesús le dijo que si lo amaba debía apacentar a sus ovejas (Cfr. Jn 21, 15-17).

El prelado se obligaba a dar testimonio de vida santa, estando como muerto a las pa­siones de la carne; nunca debía hacer algo de lo que lue­go tuviese que avergonzarse (I, 10). Jamás debía aceptar prelatura quien estuviese dominado por alguno de los vicios que conducen a la condena­ción eterna (I, 11).

El que tiene cargo de pastoreo en la Iglesia debe ser puro hasta en los pensamientos (II, 2).

Lejos de darse al ocio, el pastor modelo debe ser el primero en el servicio (II,3). Pero tampoco debe de­jarse absorber por los deberes pastorales y administrativos que no le quede tiempo para el cultivo de la vida espiritual. Es necesario saber combinar acción y contemplación.

Sea el prelado cuidadoso tanto en callar como en ha­blar. Nunca hable cuando debe callar, ni calle cuando esté obligado a hablar (II, 4). Se necesita mu­cho discernimiento para hablar y callar oportunamente por el bien del rebaño encomendado a su cuidado.

El máximo dirigente de la Iglesia local no debe tratar de agradar al pueblo diciendo lo que muchos desean oír, sino que debe predicar lo que les conviene oir. Ha de ser fiel a la verdad y no buscar popularidad. Cuando se muestre exigente en materia de santidad, el rebaño debe entender que lo hace motivado por el amor a la grey (II, 8).

Debe vigilar que los defectos propios y aje­nos no se disfracen de virtudes. Fre­cuente­mente el avaro dice que es frugal, el derrocha­dor se considera gene­roso, el in­deciso se cree prudente; el tímido piensa que es hu­mil­de. Es muy común eso de presentar lo vicioso como virtuoso (II, 9).

El que tiene cargo de autoridad no debe ­corregirlo todo. A veces conviene disimular un poco y tener paciencia hasta que las circuns­tancias favorezcan su intervención. En vez de ­corregir, muchas veces lo que más se necesita es enseñar, pues con frecuencia los errores provienen más de ignorancia que de malicia (II, 10).

Si un feligrés le indicase al prelado que en algo está descuidando sus de­beres pastorales, debe examinarse; y si es cierto, debe aceptar la co­rrección con la hu­mildad con que San Pedro acogió la admo­nición del apóstol Pablo (Cfr. Gal 2, 11-14).

 

NOTA: El presente escrito es un ejercicio académico de Historia Eclesiástica sin pretensiones de actualidad. Cualquier semejanza entre los episcopados del siglo VI y del siglo XXI es pura coincidencia.

 

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