Laicos, asociados y enviados

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Tendemos a descalificar aquello que nos complique la vida. Algunos ven como un invento re­ciente la insistencia del Papa y nuestros Obispos en la misión. Pero la Biblia está llena de hombres y mujeres, que fueron llamados. Por ejemplo, Amós. Él no era profeta ni hijo de profeta era “un pastor, un cultivador de higos”. El Señor lo sacó del cuidado de su rebaño y le mandó: “Ve y profetiza a mi pueblo de Israel” (Amos 7, 12 – 15).

Tendemos a instalarnos y nos da trabajo asumir la actitud de salmista: “Voy a escuchar lo que dice el Señor” (Salmo 84). A veces los cristianos nos parecemos a un club de gente cómoda e instalada.

Pero ésa no fue la Iglesia que fundó Jesús. Él envió de dos en dos a sus discípulos, con autoridad sobre los espíritus del mal, e instrucciones de caminar ligeros, libres de recursos e intereses materiales. “Ellos salie­ron a predicar la conversión, echaban muchos de­mo­nios, ungían con aceite a mu­chos enfermos y los curaban”. (Marcos 6, 7 -13).

Al igual que aquellos apóstoles, a todos los bautizados nos toca predi­car, la conversión, es decir, rechazar el egoísmo como fundamento de la vida y proponer el servicio y la solidaridad de los más débiles.

San Juan Pablo II nos enseñó en su encíclica Christifideles Laici (30-12-1988) que una de las tareas de las asociaciones de laicos es comprometerse como levadura en la sociedad hu­mana, “que, a la luz de la Doc­trina Social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre.

En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad.” (Christifideles laici, No. 30).

Nos llaman a trabajar por la transformación que deseamos.

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