Más peripecias en Roma

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Cuando yo llevaba ya un año en el Colegio, nos tocó recibir al padre Pedro Colo­mé Núñez. Al llegar allá nos dijo que quería estudiar Psi­cología en vez de la carrera previamente elegida; para la Psicología había que inscri­birse en la Gregoriana con un año de antelación, pero el padre Fausto Mejía –que ya era experto en Roma– hizo de tripas corazón y lo­gró que lo aceptaran. Peno­samente, al poco tiempo, el padre Colomé nos comunicó que dejaba el ministerio. Y se marchó de Roma dejándome el encargo de re­mitir a su nueva dirección toda la correspondencia que llegara.

Los compañeros del Pio Latinoamericano eran magníficos. En mis años en ese lugar sólo oí una palabra descompuesta, y me fue di­rigida a mí, en la cancha de baloncesto; quizá yo jugaba muy físico… y el señor cura mejicano que me la dijo tampoco era un maíz… (de hecho, curas mejicanos –que también estaban en el juego– fueron mis más decididos defensores).

En el Seminario Santo Tomás de Aquino, siendo ya Formador, me pasó al revés: le protesté a un seminarista por los golpes que me estaba dando (abundaban los trogloditas; basta preguntarle al Moro…), y no solo me contestó que ju­gara como un hombre, sino que me lanzó briosamente la pelota, que yo le devolví al instante; pero no recuerdo si lo alcanzó mi disparo.

Cuando he recordado esto con los seminaristas de entonces, me dicen que no es el único caso mío. Yo no recuerdo más, pero en esto quizá convenga creerles a ellos. Sí recuerdo que un día jugábamos en la cancha que estaba en dirección a la esta­tua de Santo Tomás y le dije a Abrahán de Jesús: “Tienes un estilo que va a hacer ma­tar a cualquiera”. Lanzaba su larga pierna hacia adelante, como lo haría un bai­larín de frente de combo. No pasaron más que unos minutos, y andaba yo mis­mo rodando por el suelo ru­goso y áspero de aquella pobre cancha. Se me despe­llejaron las rodillas y un brazo. ¿Lo recordará el buen amigo Abrahán?

Pero volvamos a Roma. Se sabrá que en esos lugares eclesiásticos de la Ciudad Eterna, no siempre el am­biente ha sido el mejor.  Depende bastante del producto despachado desde los países. Según oí, era común que enviaran a algunos a su­perar sus crisis a buena distancia de sus iglesias parti­culares. Y en este sentido se mencionan casos de antolo­gía; como el de un sacerdote que fue enviado a Roma a estudiar espiritualidad, y los compañeros de diócesis di­jeron: “Qué bien. A ver si la consigue…”.

También se daba lo que el padre Perrotin, con su esprit francés (o Bretón), declaró muy sabiamente: “Hay curas que van a estudiar a Roma por el futuro de la Iglesia; y otros van por su propio pasado”. Sin comentarios, pero así sucedía.

Gracias a Dios, lo que vi en el Colegio siempre fue edificante.

En cuanto a casos un poco especiales, solo se dio el de un suramericano, bue­nísima persona, que desapa­reció del Colegio. Encontra­ron su llave enganchada de­trás de la puerta de su habi­tación y, por suerte unas personas llamaron luego al Rector para decirle que el sacerdote se había marchado a su país. Estudiaba His­toria de la Iglesia.

Mi habitación era la No. 8. En la 7 vivía el padre José Bohuytron, de Perú; y en la 9 el padre José Cruz Buen­día, buen amigo y barbero, de la Diócesis de Tepic, Méjico.

Algo muy bueno era la familiaridad. El mismo Rec­tor, el Padre Fernando Lon­doño, y los demás sacerdo­tes compartían y a menudo almorzaban con nosotros. Había también espíritu de colaboración. Los más anti­guos ayudaban a los que llegaban. Yo, por ejemplo re­cibí mucha ayuda del padre Víctor Hugo Palma (actual Obispo de Esquintla, Guate­mala, con quien coincidí en el Sínodo de la Palabra, del que ambos fuimos relatores de grupos). Y para mover­me en Roma, me fue muy útil la fraterna ayuda del pa­dre Ramón Abreu, que ya era veterano por esos lares. Con él fui a ver a la Ing. El­pidia Zapata Pimentel (de nuestra familia amiga de Baní), que participaba en un evento internacional, en Acqua Acetosa, una zona de parques y de complejos de­portivos en las afueras de Roma.

Algunos llegaban algo desorientados respecto a lo que debían estudiar, y en eso me tocó también ayudar un poco. Así se me acercó el P. José Bohuytron, quien me escribió después de mi regreso al país, y lue­go supe que había terminado muy bien la Teología bíblica.

Otro tanto hizo el querido padre Ovidio Rodríguez, de Tegucigalpa (Honduras), enviado por el cardenal Ro­dríguez Maradiaga. Fue a estudiar Teología bíblica, pero no estaba seguro. Ha­blamos, y cambió para Dog­mática. Siempre agradeció mis consejos, e incluso llegó a mandarme al país, además de sus cartas, materiales que creía podían serme útiles. Lo recuerdo con mucho aprecio.

Recuerdo otro, buena persona, muy afable, que también fue a estudiar la misma teología bíblica. De­cía que le sería fácil, pues incluso había sido profesor de Hebreo. Pero a veces las cosas no son como las pintan. Cuando yo llevaba ya tiempo en el país, me dije­ron que él permanecía toda­vía en Roma, porque no ha­bía podido aprobar precisamente el Hebreo.

 

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