Se esfumó de la tierra la raza de hombres que cargaba la palabra
en los macutos.
Por eso hoy en día nadie
“da la palabra”.
No hay palabra!
Existe un dialecto de comodidades replanteadas para evitar
dependencias del decir.
Un run-run de conceptos nuevos
que al final del día no definen
nada más que un vacío etéreo.
Así flotante, impreciso,
va el devenir del mundo,
entre “̈blindajes”, “normativas”, “desescaladas”, y “falsos positivos”.
Todo se niega, todo se afirma,
como un virus irascible
que anula la fuerza de la razón.
Más aún, el mundo
no quiere razones, ni discursos,
ni nada que huela a tiempo
de pensamiento, ni a idea elaborada y fértil. Es un mundo de signos falsos, acercamiento a la minusvalía
de elaborar algo más
que el diminuido esfuerzo de un dedo
para pulsar una plástica forma
y así expresar lo que pienso,
siento o deseo.
Como recién nacidos los hombres
vivimos en el tiempo de la atrofia,
de la marchita fluidez
del habla propia,
esa vibración sutil y armoniosa
que define el verbo
y el ánima de cada humano
y todo aquello que encierra
el universo.
En el principio era así:
el verbo y al final el vacío.
Una cómoda inexistencia
sin contradicciones, un mundo
magnífico dominado
por el imperio irrelevante de la nada.
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