Entrega No. 10
El sexto curso lo hice en la escuela de Licey al Medio, con la profesora Socorro, hija de Doña Sea (Mercedes Peña), quien fue profesora de mi madre y de mucha gente de toda esa zona. En ese curso llegué a dibujar varias veces los consabidos corazones en las libretas de dos condiscípulas que –gracias a Dios– se ponían como avispas cuando los encontraban.
El tío Apolinar, con el deseo de que yo adelantara lo más posible en la escuela, me pagó un curso de verano para que yo hiciera el séptimo, y así pudiera entrar de forma regular al octavo. Este curso lo hicimos con Doña Altagracita, en La Reina. Una profesora admirable, muy inteligente; a pesar de ser tartamuda, daba incluso clases de inglés.
Ella nos anunció que el examen final de este curso sería en Santiago, y para motivarnos un poco, dijo que allá podríamos incluso bañarnos en ducha (¡!); un condiscípulo de las afueras de Licey le preguntó: Doña, ¿y la ducha son jonda? (no sabía lo que era una ducha; pensaba que era como una piscina). Grande fue la risa y las bromas que siguieron a este suceso.
Tomamos el examen (sin ducha); hasta nos sorprendió que los temarios tuvieran todavía escrito Era de Trujillo, estando ya muerto. Creo que a todos nos fue bien, pero al volver a la escuela de Licey, no reconocieron este curso, debiendo hacer el séptimo nuevamente. Nuestra profesora fue entonces Doña Mariana de Fernández, a quien recordamos con gran cariño. Nos enseñó varias canciones, incluso alguna en inglés; recuerdo la canción mexicana La Golondrina, que dice a dónde va veloz y fatigada, la golondrina que de aquí se fue… que mi madre hacía que yo se la cantara.
Los juegos eran algo maravilloso. Esperábamos esos momentos ansiosamente. Los domingos, después de la Misa, salíamos corriendo para donde Manuel y Generosa, o para donde Enrique y Caridad. Eran los dos patios preferidos, sobre todo el de Enrique, por ser más espacioso; ambos sombreados por una gran mata de mango. El juego predilecto de los varones eran las bellugas, o sea, bolitas o canicas. Tirábamos desde una raya en el suelo, hacia un ron o círculo repleto de bolitas; todas las que uno sacara con su bon (bola con la que uno lanzaba), eran propiedad de uno. Uno de los tiradores más famosos que recuerdo era Manolito el de Generosa. Algunos eran magníficos jugadores y se llevaban las bellugas de los demás. Yo era uno más del montón. Pero conservo la fascinación por este juego; de hecho, nunca me han faltado las bolitas, especialmente las de carambolita, de cristal transparente, con una frutita de color en el centro (carambola). Conservo una especie de cornucopia de bolitas, que confeccioné con un viejo cuerno de vaca que pulí y coloqué sobre una base de pino.
Cuando estaba seca la cañada que corre entre mi casa y la de los abuelos, jugábamos pelota (béisbol) en el pequeño llano que formaba.
Acudían los primos y demás jóvenes del vecindario. Usábamos trochas (guantes caseros hechas de lona por nosotros mismos). Las pelotas las hacíamos con neumáticos (tubos) de carro o bicicleta, recubiertos de cáñamo y esparadrapo; eran durísimas y ¡pobre de la canilla que agarraban! El bate –por supuesto– era hecho en casa; podía salir un poco curvo, y en ese caso había que hacer un curso de física para acertarle a la bola. Teníamos un problema adicional, y era que había en el lugar enormes matas de palma que podían aplicarle efectos indeseados a un batazo.
Aun así, este juego nos absorbía completamente. Pero tan gran felicidad no era eterna; cuando estábamos en el clímax del encuentro, listo quizá para batear, resonaba una voz femenina, imperiosa: Fulaaaano… Se acabó el agua y hay que ir a cargarla! A menudo se le cobraba el fastidio a la pobre burra, dándole garrotazos.
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