Padre Jimmy
Entre muchos fieles se ha difundido una inquietante simplificación: si la salvación es un don gratuito de la gracia, ¿para qué esforzarse? ¿Para qué invertir tiempo y energía en la pastoral, si “Dios hará lo que quiera”? ¿No basta con creer y confiar?
Estas preguntas no son nuevas, pero requieren una respuesta clara, basada en la Sagrada Escritura y en la enseñanza constante de la Iglesia. Hay que afirmar con fuerza: la salvación es ciertamente un don, pero no es un don automático. La gracia exige respuesta, colaboración y compromiso.
San Pablo enseña: “Por gracia ustedes han sido salvados, mediante la fe. Y esto no viene de ustedes, sino que es don de Dios” (Ef 2,8). No hay duda: la salvación no se gana por méritos humanos, sino que es fruto del sacrificio de Cristo. Pero el mismo apóstol también exhorta: “Trabajen por su salvación con temor y temblor” (Flp 2,12). Es decir: don, sí, pero no sin esfuerzo.
Este aparente contraste no es una contradicción, sino el misterio de la cooperación con la gracia. El Concilio de Trento lo expresa claramente: “El hombre puede rechazar la gracia. Puede cooperar con ella, pero no es un receptor pasivo”. La santidad no ocurre por inercia.
Hoy se escucha con frecuencia, incluso dentro de la Iglesia: “Hagan lo que quieran; al final Dios hará lo que ha previsto”. Aunque suena piadoso, en realidad refleja una renuncia a la responsabilidad, que no se justifica ni en la Biblia ni en la Tradición. Jesús no dijo: “Siéntense a ver qué hace el Padre”, sino: “Vayan y enseñen…”, “Sean luz del mundo”, “Velen y oren”.
La Iglesia jamás ha sido construida por personas pasivas. Cada santo es alguien que respondió a la gracia con acciones concretas. Incluso María —llena de gracia— no se limita a recibir: responde diciendo “Hágase en mí”, no “Que Dios lo haga solo”.
El beato Bronislao Markiewicz, educador de jóvenes y fundador de la espiritualidad de la “templanza y el trabajo”, comprendía profundamente esta tensión. Enseñaba que sin la gracia de Dios nada es posible, pero también que la gracia no actúa en el vacío. Proponía una visión integral del desarrollo humano basada en tres dimensiones del trabajo: físico, intelectual y espiritual.
Para él, la espiritualidad no era evasión ni intimismo, sino una responsabilidad concreta: educar, servir, formar, actuar —todo en comunión con Dios y como expresión de la gracia activa.
No podemos usar la gracia como excusa para la pereza espiritual. Que “Dios actúe” no significa que el hombre deba quedarse de brazos cruzados. Al contrario: si Dios da la gracia, espera nuestra respuesta. ¿Y la pastoral? No es opcional. Es una misión. Abandonarla no es signo de humildad, sino una forma encubierta de desconfianza en el poder de la gracia.
La salvación es por gracia. Pero la gracia exige colaboración. Por eso, ni la Iglesia, ni los sacerdotes, ni los fieles pueden ser pasivos. Dios salva… pero a través de aquellos que se dejan enviar.