La vocación profética

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La vocación profética suele ser mal interpretada. Con frecuencia al profeta se le considera un visionario o adivino. Esto ocurre porque, al acercarse con gran agudeza y profundo discernimiento a la realidad, es capaz de vislumbrar las posibles consecuencias de lo que está ocurriendo.

Los profetas forman parte de los llamados “mediadores de la divini­dad”. En la antigüedad se solía pensar que el hombre normal no puede tener contacto directo con Dios, por eso necesita mediadores; entre ellos se sitúan los profetas. También los adivinos, los chamanes, los astrólogos y los sacerdotes formaban parte del grupo considerado mediadores.

Si hay algo que caracteriza al profeta bíblico es que éste es nada sin Dios. En otras palabras, la razón de ser del profeta radica en ser un hombre de Dios. Habla y actúa en su nombre. El adivino, por su parte, acudiendo a medios técnicos como la auscultación de las entrañas de los animales, la mezcla de agua y aceite, observando los astros, habla de lo que ve o siente. El profeta no; este solo transmite la palabra que el mis­mo Dios le comunica. En este sentido puede ser considerado una persona inspirada por la divinidad.

En la primera lectura de este domingo el profeta Jeremías nos muestra cómo en su vocación profé­tica la iniciativa la ha tomado el mis­mo Dios: “el Señor me dirigió la pa­labra”. Incluso para enfatizar este aspecto nos cuenta lo que le ha dicho el mismo Dios: “Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consa­gré”. Ningún mérito del profeta ha tenido que ver en su llamada. Todo ha sido fruto de la iniciativa divina. Su misión consistirá en comunicar lo que Dios le mande: “prepárate para decirles todo lo que yo te mande”. Se recogen aquí los elementos fundamentales de una auténtica vocación profética: la iniciativa es de Dios y el profeta solo es transmisor de la pala­bra que Éste le pide comunicar. El contenido de lo que debe comunicar parece ser secundario, puesto que el mismo texto no lo especifica. Lo que sí deja claro es que el profeta debe comunicar todo lo que Dios le mande.

El gran estudioso el profetismo en Israel, el biblista José Luis Sicre, re­salta tres rasgos esenciales del profeta: en primer lugar, se trata de una persona inspirada. Su vocación y misión tiene como centro la palabra que el mismo Dios le comunica; las expresiones “oráculo del Señor” o “esto me hizo ver el Señor”, apuntan a esta característica. Sin embargo, el hecho de que su mensaje sea una transmisión de las mismas palabras de Dios no quiere decir que sea bien recibido por sus oyentes.

Por otra parte, el profeta es una persona pú­blica, no se ubica en luga­res apartados propios del estudio y la refle­xión; tampoco se circunscribe a un espacio secreto o sagrado; por el contrario, procura entrar en contacto con la problemática de la gente, la situación política y social del pueblo. Finalmente, el profeta es una persona amenazada. Dicha amenaza puede provenir de la gente que lo sumerge en un posible fracaso apostólico; también podría experimentar al mis­mo Dios como una amenaza, quien lo arranca de su actividad normal para proponerle una misión que pare­ciera que sobrepasa sus capacidades.

A veces Dios le pide que trans­mita un mensaje tan duro que pu­diera hacerle estremecer sus cimientos. Este último rasgo del profeta aparece expresado en labios de Jesús en el Evangelio de este domingo: “En verdad os digo, ningún profeta encuentra acogida en su patria.”

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