Con frecuencia conozco jóvenes abogados con condiciones morales y académicas impresionantes. Siempre están preocupados por aprender más, entre diplomados, posgrados y maestrías. Igual me ocurre con abogados ya expertos en el derecho, donde el saber no toma asiento.

Expresado lo anterior, me permito la libertad de escribir las siguientes líneas, como un ejercicio sano, con el único propósito de quizás reírnos un poco y de entender más lo que ocurre en nuestra profesión. Pido perdón si mis palabras alguna piel irritan: soy abogado,  nadie es perfecto.

Antes, el abogado era sinónimo de diccionario ambulante, de Cicerón, de alguien que decía palabras domingueras que el vulgo no entendía, pero que sonaban bonitas y exóticas.

Así el leguleyo conquistaba las masas y hasta amores imposibles. El verbo era su caballo de batalla. Eran perfectos “mueluses” y los que más escribían en revistas y periódicos.

Sabían de todo, o al menos eso aparentaban. Era un privilegio andar con toga y birrete.

Ahora la realidad ha cambiado. Existe un abogado en cada esquina. Y, como es natural, aparecerán algunos sin la preparación necesaria para ejercer su oficio, destacando que es la minoría. Les daré tres ejemplos vividos, que reflejan el maltrato a Cervantes de quienes están supuestos a defender nuestros derechos en los tribunales.

Dos abogados discuten sobre una herencia. No hay acuerdo. Se alteran y uno de ellos le grita al otro: “Ya me cansé de discutir, si usted quiere litigiar, litigiamos y le voy a decir pedagógicamente que usted está abusando de los abusos, que su cliente es un desinquieto con las mujeres, que lo que quiere es desengañar a su esposa negándole lo que no le pertenece”.

El segundo caso es patético. Es el de un picaplietos sanchopancino que se dirige al magistrado de esta manera: “Honorable jurisconsulto del olimpo romano, le hagamos la observancia, con el respeto de la concordancia, resaltando la benevolancia del ilustre ilustrado que preside la sala ”.

Los abogados tenemos la fama de complicar las cosas, logrando, generalmente, enredarnos nosotros mismos. Uno de estos expresó y yo era el juez: “Su excelencia, pregúntele al testigo que le diga a usted lo que él me dijo y yo le dije que se lo dijera, que él sabe muy bien lo que tiene que decir que es lo que yo le dije después de lo que él me dijo”.

Algunos dirán que me clavo el cuchillo con este artículo. No me importa, nadie puede criticarme, porque “habemos” abogados que hablamos bien el idioma español de España, el ibérico insular de influencia genovés, el descendiente de las pampas argentinas siberianas. ¡Caramba, más preciso y claro no puedo ser: soy abogado!