Si quieres, guardarás los mandatos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida: le darán lo que él escoja. Es inmensa la sabiduría del Señor, es grande su poder y lo ve todo; los ojos de Dios ven las acciones, él conoce todas las obras del hombre; no mandó pecar al hombre, ni deja impunes a los mentirosos. (Eclesiástico 15, 16-21)

“Si quieres…” Así comienza este texto que hoy medito. ¡Cómo le encanta a Dios respectar la libre voluntad de las personas! ¿Tendrá el hombre algo más valioso que su libertad? Yo, particularmente, la siento como el más grande tesoro que me haya regalado. Gracias a que soy libre puedo tomar mis propias decisiones. Es cierto que con frecuencia me equivoco. Pero es mejor ser libre y equivocarse, pagando las venideras consecuencias, que ser muñeco o máquina manejada a control remoto. Gracias a mi libertad puedo construirme. El gran reto es usarla bien.

Por mi libertad soy capaz de lo bueno y de lo malo. “Ante ti están puestos fuego y agua: echa mano a lo que quieras”, sentencia el texto. Con esas palabras me invita a hacerme cargo de mi propia vida. Esto es, a tomarla en mis propias manos y avanzar con ella. Para tan ardua tarea necesito discernimiento, buen juicio, saber juzgar. Recuerdo el significado profundo del verbo griego que está a la base de estos pensamientos, krinein, echar algo en un cedazo para luego removerlo, con el fin de que salga lo sustancial, lo que sustenta todo lo demás; lo que da consistencia a la vida.

Releo el texto y noto cómo deja claro que el pecado se debe a las decisiones que tomo. Dios no es su causa, sino mi libertad. La voluntad libre es parte de mi esencia humana, Él quiso crearme así. ¿No podía crearme de otro modo, de alguna manera que no me viera comprometido en todo mi ser con las decisiones que tome? Sería maravilloso puesto que podría echarle la culpa de mis tropiezos a otros; al mismo Dios, por ejemplo. Pero no, mejor le pareció crearme libre, libre para amar y para odiar, libre para construir o destruir, libre para provocar muerte o generar vida. Libre, incluso, para “construirme” o para destruirme. Está en mis manos elegir lo que prefiero. Nadie ni nada me obliga a hacerlo.

No obstante, descubro que me pasa lo de san Pablo: quiero hacer el bien, pero me sorprendo a mí mismo haciendo el mal. ¡Cómo quisiera hacer el bien siempre! ¿Por qué me es tan difícil no hacerlo? ¿Acaso porque no siempre me dejo guiar por Dios? Una y otra vez tendré que pedir la gracia del buen discernimiento, de saber elegir lo que más me conviene, que seguro es también lo que más le agrada a Él. Soy el único responsable de mi pecado y del mal uso de mi libertad; pero sé que el mismo Dios puede ayudarme a cumplir su voluntad. Él lo ve todo, dice el texto que medito; por eso estoy seguro que también ve mi interior, mis luchas, mis bloqueos, mis desasosiegos; también mi deseo de hacer el bien, mi sueño de hacer buen uso de mi libertad, mi anhelo de no sucumbir.

Doy gracias al Señor por el don de la libertad, al tiempo que le pido me permita hacer buen uso de ella. Que la use como herramienta para construir un sólido proyecto de vida. No me basta ser libre de…, también quiero ser libre para… No permita Dios que haga las cosas porque me son mandadas o porque así consta en unos documentos, sino porque estoy convencido de que es lo mejor para mí, y que, por lo tanto, está acorde con su voluntad. ¿No quiere Dios lo que es mejor para las personas? Estoy tan convencido de eso que si llego a descubrir qué es lo que más me conviene estaré seguro de que esa es su voluntad. Santa Teresa lo rezaba a su manera: “Que se haga, Señor, tu voluntad; y ojalá esta coincidiese con la mía”. Y yo añado: entonces sintonizaríamos. 

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