Entrega No. 8
Por supuesto, había gente que descollaba en los estudios. Había otros hasta medio chistosos a la hora de los exámenes. Al preguntársele a uno cómo le había ido en un examen, respondía: trabajé como para noventicinco. Cuando publicaban las notas, aparecía como aprobado a duras penas. Y el seminarista se mostraba desconcertado, pues no entendía cómo pudo suceder eso, habiendo él trabajado para noventicinco.
En el área de letras me iba mejor. Parece que incluso tenía cierta facilidad en la expresión, pues cuando nos visitó Héctor Incháustegi Cabral, quien era ya Vice-rector de la UCMM, a mí me tocó hacer su presentación. Recuerdo que quien me escribió los títulos de sus obras (el profesor Pedro Eduardo), unió Diario de la guerra con Los dioses ametrallados; Don Héctor me interrumpió discretamente para decir que se trataba de dos obras.
Varios años después me tocó encontrarme con él en su despacho de la UCMM, en el tiempo en que hubo dificultades con los seminaristas estudiantes de filosofía en dicha universidad; algunos incluso fueron expulsados (Diómedes Espinal, entre ellos). Martín Luzón y yo fuimos delegados por los seminaristas del Santo Tomás de Aquino para visitar el filosofado de Santiago, en señal de solidaridad con los seminaristas del mismo.
Martín y yo pasamos por el obispado de La Vega; esperamos un rato en la parte baja. Mons. Flores estaba en ese momento con un sacerdote que le hablaba en voz muy alta sobre el mismo problema de los seminaristas y, en sus expresiones, éstos quedaban muy mal parados. Abajo se oía casi todo. Luego hablamos con el Obispo y después seguimos hacia Santiago, en donde nos recibió Don Héctor Incháustegui. Recuerdo que tuve el atrevimiento de manifestar nuestra preocupación en el sentido de si las ayudas de EE.UU. a la UCMM no condicionaban su filosofía educativa y sus principios. Me contestó amablemente que no. Después me dijo Mons. Arnáiz que Don Héctor le había referido la visita de los dos seminaristas, y le dijo, “muy irónico el de Licey”, refiriéndose a mí. De la UCMM nos fuimos a donde Mons. Adames, en el obispado de Santiago. Lo que recuerdo que dijo es que estaba desencantado de la ciudad, que veía la esperanza en el hombre del campo…
Finalmente fuimos a la residencia de los seminaristas, cerca del Hospicio San Vicente de Paúl. Nos reunimos con un grupo de ellos y Martín Luzón les explicó el motivo de nuestra visita. Habló alguno de ellos (quizá Luis Manuel de la Cruz) y luego intervine yo. Me parece que dije algo sobre prudencia, y alguna cosa más. De inmediato me ripostó el amigo Jacobo Walters, con su voz fuerte, que lo que yo había dicho olía a obispo. Y creo que sí, pues el espíritu de lo que dije, iba en la dirección de lo que nos había dicho Mons. Flores. Entonces intervinieron algunos para aplacar a Jacobo.
Volvamos al Seminario Menor. El verano del cuarto año me vi asustado, pues al final del curso me llamó –creo que el prefecto– me entregó un librote de latín y me dijo que lo preparara, que no tenían profesor de esa asignatura y me la encomendaban a mí; se trataba del texto Lingua latina. Moderna Methodus, de Benigno Juanes, que acababa de ser publicado. ¡Dígame usted! Me fui contrariado para mi casa, y poco tiempo después me dieron la grata noticia de que había aparecido un profesor.
Al volver al próximo curso (quinto), me exoneraron el latín para que impartiera Religión al primer curso. Aunque ya antes daba catequesis, aquí empezó propiamente mi experiencia docente.
Al terminar yo el Seminario Menor, el Padre Francisco Almonte, Prefecto y profesor de francés (y muy amigo de mi familia), me dijo unas palabras que no entendí bien en el momento: yo iba a tener buen rendimiento en el Seminario Mayor, al cual pasaba, y que incluso podría ayudar en los estudios a otros compañeros. En el Seminario Mayor tuve que acordarme del Padre Almonte, pues sucedió como él había dicho. (Luego sería él mismo Formador del Seminario Mayor, durante un breve tiempo).