Seminarista

1
309

 

Entrega No. 11

 

Otro día teníamos las espuelas puestas para ir a un paseo a la Capital; ni siquiera dormíamos bien pensando en ello. De repente llegó la noticia de que se suspendía el paseo, porque iría a visitar­nos un cardenal (creo que de Canadá). Ese día nos levantaron temprano, impecablemente vestidos de uniforme.

Esperamos así, y cuando sonaron las sirenas de los franqueadores en sus Harley Davidson, acudimos todos.

Se detuvo en la marquesina el gran carro negro. Entró por la puerta principal el cardenal. Supongo que saludó, pero no lo recuerdo. Pasó por el lado del escudo de Mons. Polanco y se asomó a la galería (la misma que pulían María Estela, mi tía Inés, Élida y otras). El cardenal miró hacia el patio, y no hubo más. No sé cuántos minutos duró la cosa, pero éste volvió a su carro y se marchó. Y quedamos todos tan incómodos, que hubié­ramos sido capaces de comer­nos a pellizquitos a todo un cardenal.

Ya que mencioné el escudo de Mons. Polanco, diré que recuerdo bien cuando llegaron (creo que de España) las cajas con infinidad de cuadritos (cubitos) que cons­tituían el mosaico. Recuerdo también cuando lo fueron armando gradualmente en el piso, junto a la escalera, justo a la entrada del edificio del Seminario San Pío X, con su lema non recuso laborem (no rehuyo el trabajo). Faltaron algunas piececitas que suplie­ron con cemento blanco. Luego lo pulieron muy bien. ¡Hasta los platos y tazas del comedor tenían este escudo!

Ahora que soy obispo y tengo escudo, pienso cómo cambian los tiempos y las mentalidades, pues yo sería incapaz de ponerle mi escudo hasta a una silla del obispado; lo considero algo secundario y personal. (A propósito de escudos, el del Papa Juan Pablo II me encantaba por sobrio y espiritual).

Precisamente el lema del escudo de Mons. Polanco me sirvió para darme cuenta –bastante antes de declarársele la enfermedad– de que éste no andaba completamente bien. Siendo Obispo de Higüey fue a vernos a Cu­mayasa, La Romana (junio 1994), atento como siempre, en donde estábamos reunidos los miembros del Equipo Formador del Seminario Mayor. No sé cómo, hablando yo con él, mencionamos el lema de su escudo, y me dijo que era de S. Hilario de Poitiers; yo, que tenía la frase subrayada en la liturgia de las horas, en el oficio de lectura, me atreví a decirle que era de S. Martín de Tours; al ver que me aseguraba que no lo era, no insistí más. En distintas ocasiones vi señales como ésta, que indicaban que algo en su salud no andaba bien; en ese tiempo incluso le flaqueaban las rodillas. Y cuando llegó el día de la toma de posesión de Mons. Ramón De la Rosa, quien lo sustituyó, la cosa fue más clara. Ese día fue al Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino el querido Belar­minio Ramírez, de Jarabacoa, acompañado de uno de sus hijos. Dijo que fue a buscar al arzobispo De la Rosa para llevarlo a Higüey. Como el Obispo se había ido la víspera, aprovechamos los Padres Fausto Mejía, Carmelo Santana y yo para irnos con Belarminio y su hijo. Pasó la Misa de toma de posesión y, mientras su­bíamos al vehículo para regresar a Santo Domingo, Belarminio dijo: “Ese hombre no está bien…”. Se refe­ría a Mons. Polanco. Le preguntamos la razón, y dijo: “No dio las gracias, ni pidió perdón por los errores, ni le deseó suerte al que llega”. Yo exclamé: “Fausto, hasta los inocentes…” en referencia a que creíamos que realmente la salud de Mons. Polanco no andaba bien, y me admiraba que Belarminio tan sabiamente lo notara. Lo que yo recuerdo de las palabras de Mons. Polanco en esa ocasión es que insistió en que su vida se componía de once años: once en tal lugar, once como obispo de tal… Pero ya en el vehículo, el suceso terminó con la risotada de Belarminio, quien gozaba con mis ocurrencias, y siendo él un hombre respetado y mayor, yo lo había llamado inocente.

Volviendo a San Pío X, tengo que contar la siguiente anécdota de la vida en Licey, pues si no, me la reclamaría el querido Padre Francisco Hernández, que la disfruta mucho. Una noche nos encontrábamos en el saloncito que da sobre la marquesina, que era salón de estudio, un grupito de seminaristas, con el Padre Vinicio Disla. César Mullix estaba emocionado leyendo la primera carta a los Corintios (4, 1ss): “Que la gente sólo vea en vosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora, en un administrador lo que se busca es que sea fiel.” Mullix ponderaba una y otra vez las expresiones, sobre todo lo del administrador. En eso se asomó el Padre Moya y dijo: “Casi es la hora”. Se refería a que a las 10 pm. se apagaban todas las luces del Seminario.

Seguimos la emoción de Mullix, llegaron las diez, volvió el Padre Moya, y ahora apagó las luces del saloncito sin decir nada; nos quedamos completamente ciegos, pues parece que era de las últimas luces que que­daban encendidas. Todos fueron saliendo como pudieron. Villavizar y yo nos quedamos cerrando las persianas. Luego salí, con las manos hacia delante, pues no veía nada. En eso, casi adivino algo blanco y, de inmediato me agarran los brazos por las muñecas. Interpreté que lo blanco era la sábana de Basilio, que hacía una nueva travesura. Hice algo de fuerza y, sea por esto o porque me soltaron, me vi liberado, por lo que adelanté más rápido por el pasillo hacia el Oeste. Hasta me reí de las ocurrencias de Basilio a esa hora. Para reírse hay que abrir la boca, y eso me salvó de romperme los labios, pues como perdí en la oscuridad la noción de la distancia del pasillo aquel, fui derecho a dar con los dientes en la pared del fondo. Pensaba que las estrellitas que dibujan a los muñequitos eran ficticias, pero se me iluminó la noche con ellas, por el golpe.

Como se me aflojaron los dos dientes superiores delan­teros, me fui directo a los lavabos a enjuagarme la boca; de ahí fui a reclamarle a Basilio Camilo, quien, sorprendido, se declaró inocente. Como Villavizar iba detrás de mí al darme yo el golpe en la pared, contaba que se oyó a alguien que dijo, “cógelo que está en suelo”. Entonces comenzaron a decirme: “Fue con el Padre Moya que tú luchaste. Te embromaste”. (Había que saber lo que era el Prefecto de Disciplina en ese tiempo…). Al día si­guiente estaba el grupo estudiando en el mismo saloncito (siempre estudiábamos todos juntos, pero en silencio). El Padre Moya se asomó a la puerta y me hizo seña de que fuera a donde él. Los muchachos dijeron por lo bajo: “Te lo dijimos. Te embromaste”. Y estaban en lo cierto mis compañeros: lo que creí sábana era sotana blanca. Salí al pasillo en donde estaba el Padre Moya y me dijo: “Esto… A ver si necesitas ir al dentista”. Yo de inmediato le dije que no, que estaba perfectamente bien. Y volví a mi estudio. Por supuesto, los dientes seguían flojos y li­geramente rayados. Luego se apretaron, pero creo que la marquita (pequeña raya) persiste hasta el presente.

1 COMENTARIO