En 1987 me enviaron a estudiar a Roma. Hacía tiempo que el Seminario lo había recomendado, pero en mi Diócesis de Santiago había otro que estaba en lista de espera y que debía ir antes que yo (el cual fue, volvió y emigró). Fue así como llegué incluso a pasar el límite de la edad requerida. Me parece que en mi caso influyeron también los detalles humanos (que por supuesto, los hay en la Iglesia). No tengo duda de que mi viaje se demoró en razón de que la persona que más lo promovía en Santiago no gozaba entonces del total aprecio de quien debía tomar la decisión. Pero Dios tiene sus caminos.
Hubo varios inconvenientes con el viaje. Incluso falleció en Nueva York el pariente del Padre Nicanor que iba a comprar el vuelo en TWA, compañía en la que laboraba. Luego no fueron enviados a Roma los documentos en el plazo requerido y yo tuve que hacer piruetas y, a mis expensas, enviarlos por correo expreso.
Alguien del Obispado me preguntó si yo no tenía dinero para los gastos del viaje a Roma; como le tenía confianza le contesté: “Se ve que no eres Formador…”. Creo que es difícil acumular dinero en medio de seminaristas procedentes en su mayoría de familias pobres, con muchas necesidades. Nunca olvido que entonces, cuando se enteraron de mi viaje, se me acercaron varios compañeros sacerdotes para darme alguna ayuda económica: P. Juan de la Cruz Batista, P. Nicanor Peña, P. Bernardo Vázquez (Moro), P. Timoteo González… Y algunos más que el Señor recuerda.
Antes de salir hacia Roma me llevó el Padre Nicanor Peña a ver a Mon-señor Roque Adames, a una casa que le prestaban (creo que un médico) en Los Montones, S. José de las Matas. Monseñor me preguntó qué pensaba estudiar y le dije que teología bíblica; quiso saber también por qué había elegido eso. Le dije algo así como para profundizar el conocimiento de la Escritura, lo cual me serviría para la vida espiritual y para la predicación. No recuerdo bien por qué, pero me dijo que tuviera cuidado, que se podía ser pedante (no sé si usó esa palabra, pero esa era la idea). Fue una visita muy rápida, creo que ni siquiera nos sentamos.
Llamé por teléfono a Roma –tal como lo recomendaba el Pio Latinoamericano– para informar los datos del vuelo. Cuando llegué al aeropuerto de Roma oí que lo llamaban Leonardo Da Vinci y me habían dicho que se llamaba Fiumicino; luego supe que este es el nombre del lugar donde está ubicado el aeropuerto.
Ha de saberse que después de lo que pasé en Bogotá, los aeropuertos me asustaban. Esto se lo conté a una pareja de esposos jóvenes que iban a mi lado en el avión. Y al ver luego mi preocupación por el nombre del aeropuerto, me dijeron que habíamos llegado a otra ciudad, no a Roma; pero la tremenda risa no dejó duda de que me estaban jugando una buena broma. (Mi temor fue alimentado en este mismo aeropuerto de Roma, en mi primera visita ad limina, el año 1999: estaba totalmente desprevenido cuando alguien me dio un empujón por detrás y caí a buena distancia. Me dio rabia, y cuando pude ver, era una fornida mujer policía la que lo había hecho y su cara no era de pedir excusa. Entonces supe que quería simplemente alejarme de una maleta que suponía abandonada en medio del aeropuerto, en el mismo lugar donde una maleta-bomba había matado anteriormente a varias personas).
Caminé en el aeropuerto por todos lados, mostrándome, con mis atuendos eclesiásticos, para que me vieran los del Pio Latinoamericano que quedaron de recogerme. Finalmente tuve que tomar un taxi que fue a dar conmigo a la Via Aurelia Nuova. Y la mía era la Antica.
Después de llegar al Pio Latinoamericano supe que el Padre Caycedo y otros estuvieron esperándome en el aeropuerto y no me encontraron.
Llegué a Roma en agosto y el calor era más fuerte que el nuestro. De hecho, a los pocos días cayó la granizada más grande que he visto (gràndine, llaman los italianos al granizo, y es femenino), y nos quedamos sin energía eléctrica. Por la noche, alguien me preguntó si no había llevado linterna, y le dije que no pensaba que en el primer mundo se necesitara eso. No tuvieron más que reírse.
Casi en seguida tuvimos un pequeño retiro espiritual (más adelante nos daría un retiro el P. Juan Esquerda Bifet); y de inmediato comenzamos el curso de italiano (un mes). Creo que me ayudó bastante en esto el estudio del latín en el Seminario menor. Adriana era el nombre de la profesora de este curso de italiano.