Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora, y su sentencia surge como la luz. Bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia tardía que empapa la tierra. “¿Qué haré de ti, Efraín? ¿Qué haré de ti, Judá? Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Por eso os herí por medio de los profetas, os condené con la palabra de mi boca. Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos.” (Oseas 6, 3-6)

Un texto sumamente gráfico. Pretende describir la espiritualidad superficial del pueblo de Israel en tiempos del profeta Oseas, “como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora”. Una especie de epidermis espiritual que nada tiene que ver con el corazón, que Dios lamenta: “¿Qué haré de ti, Efraín? ¿Qué haré de ti, Judá?” De ahí la invitación al esfuerzo “por conocer al Señor”. Y recordemos que en la Sagrada Escritura se conoce con el corazón, centro y totalidad de la persona. Estamos, por consiguiente, ante una invitación a volver a Dios “de todo corazón”.

La religiosidad epidérmica se contenta con la superficialidad de la vida. Le bastan los dioses construidos con las propias manos, ídolos inventados y fabricados por el hombre mismo. La religiosidad del corazón va a las profundidades de las intenciones que se gestan en el interior de la persona. Allí se descubren las prostituciones en el corazón y en la vida. Ante Dios, que es misericordia y esperanza, el creyente está llamado a desnudar el alma. El retorno a Dios, la religiosidad vivida desde el corazón, hace que el hombre descubra su propia verdad y dignidad. La verdad sobre Dios y la verdad sobre sí mismo se entrecruzan cuando se vive una religiosidad verdadera. Ese cruce de caminos es el encuentro amoroso de la totalidad del ser: “Yo soy tuyo, tú eres mío”. La fórmula de la alianza expresada con mayor sentimiento.

¡Cuidado! Religiosidad del corazón no quiere decir religiosidad narcisista e intimista. La religión del corazón dirige la mirada hacia donde Dios orienta la suya: hacia el otro ser humano, la sociedad y el cosmos: “Quiero misericordia, y no sacrificios; conocimiento de Dios, más que holocaustos”. Ese conocimiento de Dios debe llevar al creyente a descubrir que Dios es amor y a preguntarse qué ha hecho con ese amor recibido. Es una religiosidad que sobrepasa el culto exterior, el folklore, o el miedo a un Dios justiciero; tampoco se trata de una religión predominantemente institucional; es la religión del encuentro con Dios, que ensancha el corazón y exige un comportamiento semejante al suyo.

He ahí la clave no solo de este texto, sino de todo el libro de Oseas. Podríamos llamarlo “el profeta del primer mandamiento” pues es el que más insiste en una religiosidad que ame “al Señor tu Dios con todo tu corazón”.

“Esforcémonos por conocer al Señor”, ese inicio del texto no deja de revolotear dentro de mí, en mi mente y mi corazón. Dicho esfuerzo nos llevará a percibir a Dios como un Tú entrañable, como fundamento de libertad, seguridad y esperanza. La imagen de un Dios que estorba o rivaliza con los proyectos personales queda desterrada. Esa religiosidad del corazón experimentará a Dios como fuente de fecundidad. Esa experiencia será como una mañana luminosa o lluvia que empapa la tierra hasta hacerla fructificar.

Pero hay un detalle que no debemos pasar por alto: está bien que nos esforcemos por conocer a Dios; esto es, por vivir nuestra, pero esto solo es posible porque Él da el primer paso. Dios endereza el camino del ser humano y sana su corazón. La base de una nueva historia de amor entre Dios y el hombre está en la reconciliación que el mismo Dios genera en el ser humano.