Reflexiones sobre juzgar

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Trato de nunca apuntar a nadie con mi dedo índice, aun­que yo entienda, errado o no, que lo merezca. Cada vez que ob­servo alguna conducta que considero ina­decuada, trato de colocarme en el lugar de esa persona y confieso que muchas de las actuaciones que en principio condenaba, llega un momento en que las entiendo e incluso justifico.

Naturalmente, no me refiero a hechos claros y premeditados de maldad y de odio, al igual que de violaciones conscientes de la ley, que en esas circunstancias no hay excusas posibles.

Y una de las lecciones que he aprendido para ser mejor persona y más útil al prójimo y a la socie­dad, es tratar de no juzgar la conducta humana, salvo que sea para algo agrada­ble que promueva lo bueno y el desarrollo del receptor.

Hace tiempo fui juez de los tribunales de la República. Cuando me llegaba un caso, pensaba: “¿Y quién soy para esta­blecer cuál de las par­tes es culpable o ino­cente? ¿Acaso tenía condiciones extraordinarias para en un santiamén certificar de qué lado estaban los principios? ¿Y si me equivocaba?”.

Mi decisión podía ser determinante en el porvenir  de un trabajador y de su familia o el motivo para que un pequeño negocio quebrara, sufriendo así el empleador y todos sus dependientes. Solo trataba de cumplir mi deber.

Lo lamentable era que en ocasiones im­poner la ley no necesariamente implicaba aplicar justicia, pues un tecnicismo de­rrumbaba los argumentos de quien yo creía tenía la razón, lo que era más doloroso. ¡Cuántas veces me encontré obligado a condenar a alguien noble e inclinar la balanza a favor de un farsante!

A pesar de estas meditaciones jurídicas y filosóficas, las que pretendía llevar a la práctica, cometí errores. Hubo casos en los cuales, luego de analizar todo con detenimiento, concluía que mi sentencia no fue la adecuada. Y eso me llegaba hondo, aunque siempre bus-qué tener un caparazón en mi corazón.

Así las cosas, evito considerarme supe­rior en cualquier escenario y  jurar que lo que expreso es pala­bra de Dios, aunque lo hagan con la mejor de las intenciones, porque de autoenga­ños está repleto el mundo.

Seamos humildes y tolerantes en nuestras misiones, sean estas sencillas o tras­cendentes y, lo si­guiente es esencial, seamos prudentes al juzgar a los demás, pero razonablemente firmes al hacerlo con nosotros mismos, pues debemos ser ejemplos a seguir