En aquellos días, los príncipes dijeron al rey: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.” Respondió el rey Sedecías: “Ahí lo tenéis, en vuestro poder: el rey no puede nada contra vosotros.” Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Malquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo. Ebedmelek salió del palacio y habló al rey: “Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre, porque no queda pan en la ciudad.” Entonces el rey ordenó a Ebedmelek, el cusita: “Toma tres hombres a tu mando, y sacad al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera.” (Jeremías 38, 4-6; 8-10)

En Israel hubo tanto profetas verdaderos como falsos. Sus discursos eran contrapuestos. Y no pocas veces se vieron enfrentados entre ellos. Los falsos profetas eran aduladores, decían lo que las autoridades políticas y religiosas querían escuchar. Los profetas verdaderos, por su parte, procuraban dejarlos al desnudo, denunciando su falsedad y proclamando las catástrofes que amenazaban la nación. Es el caso de Jeremías que se opone a Ananías (Jr 28,1-17) y declara que ha mentido al pueblo. Por lo regular los falsos profetas no denuncian las injusticias, ni tampoco hacen caer en la cuenta a los gobernantes que algunas de sus decisiones son nefastas. “El fin de esas profecías es decir lo que el rey quiere oír y, de esa manera, preservar su condición de profetas palaciegos. El signo de esta profecía es la mezquindad” (Pablo R. Andiñach). Este autor ve en los defensores de la actual teología de la prosperidad a sus modernos representantes. Esta teología “pregona una plétora de bendiciones materiales para el creyente por el solo hecho de serlo, en particular referidas al bienestar económico y al ascenso social”.

La auténtica profecía, además de decir la verdad sobre la realidad que acontece, es insistente en llamar al pueblo, o a sus destinatarios particulares, a un cambio de vida y a mantener viva la esperanza en medio de las amenazas del presente. Es lo que pasa con Jeremías. Por eso le sucede lo que nos narra el texto de este domingo y que encabeza esta página: “Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad y a todo el pueblo, con semejantes discursos”. ¿Qué es lo que está anunciando para que se tome esa decisión contra él? Ha proclamado la inminente invasión babilónica y denunciado que el rey de Judá quiera hacer alianza con otros pueblos en su contra. El profeta ve que se acerca la catástrofe y la anuncia sin tapujos. Las autoridades consideraron que su mensaje desmoralizaba a los soldados y al pueblo judío. Lo tacharon de cobarde, colaboracionista, subversivo y traidor. Es detenido, azotado y llevado a juicio.

Jeremías usará tres argumentos teológicos para anunciar la futura destrucción de Jerusalén y su templo. En primer lugar, denuncia la falsa seguridad de que Dios no destruirá el templo de Jerusalén por el simple hecho de ser su templo. Solo lo protegerá si cambian de conducta y dejan de practicar las injusticias. En segundo lugar, tanto el rey como sus súbditos se han dedicado a practicar la idolatría, han rechazado la guía de la Ley de Dios y, como consecuencia, han dejado de vivir de acuerdo al primer mandamiento, el amor a Dios, que se prolonga en el amor al prójimo. Por último, el profeta Jeremías compara el destino del templo de Jerusalén con el de Silo, que, aun siendo morada del arca de Yahvé, fue capturada por los filisteos. Para Jeremías es evidente que Dios permitirá que su casa sea destruida. Un mensaje así resultaba insoportable para las autoridades políticas y religiosas de Judá. Ya desde el capítulo 26 de su libro se comienza a reclamar su muerte: “Este hombre es reo de muerte por haber profetizado” contra el templo y la ciudad. En Jer 19, 1-20 recibe una paliza y es encarcelado por un día por haber dicho la verdad. El propio profeta confiesa en Jr 36,1-6.26: “Yo estoy detenido, no puedo ir al templo”. Incluso sus mismos paisanos de Anatot habían atentado contra su vida (Jr 11, 18-23). De modo que lo que hoy se nos narra en la primera lectura (Jer 38) viene desde muy lejos.

Una última nota. Es significativo que quien intercede por Jeremías y lo saca del “fango” en el relato de este día sea un cusita, un extranjero. Mientras los suyos lo condenan, un extranjero le salva la vida.

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