Monseñor Freddy Bretón Martínez • Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros

Tomado del libro Vivir o el arte de innovar

PRIMERA PARTE 

Las tres fiestas de peregrinación o romería de los judíos son: 

  • a)  Pascua (Pešah), 
  • b)  Fiesta de las Semanas, Pentecostés (Šabu‘ot
  • c)  Fiesta de las Tiendas [de campaña] (Sukkot).

Pentecostés (pentekoste [hemera] = quincuagésimo [día]) es mencionado dos veces en el Antiguo Testamento griego: 

  • Tobías 2,1
  • II libro de los Macabeos 12,31-32 En ambos lugares se identifica Pentecostés con la Fiesta de Las Semanas, que se llamó por algún tiempo, fiesta de la Siega (“cosecha”, especialmente del trigo). Se celebraba a los cincuenta días de la Pascua, siendo una fiesta de carácter alegre, cuyo ritual se centraba en la ofrenda de las primicias. Esta fiesta sería asociada luego a la alianza del Sinaí, por lo que en ella sigue leyéndose hasta hoy el Decálogo; aparte del libro de Rut, que es su lectura propia.

Siendo Pentecostés una típica fiesta religiosa judía de peregrinación, puede entenderse fácilmente el gentío presente en Jerusalén y la multiplicidad de idiomas, al momento del Pentecostés cristiano, narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Cap. 2). 

Es muy importante no perder de vista el carácter sorpresivo del Pentecostés cristiano; el Papa Francisco nos ha recordado recientemente que debemos estar preparados para las sorpresas de Dios. Y de eso se trata cuando nos a de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación del Evangelio. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.” 

(Oración colecta [inicial] de la Misa aproximamos al acontecimiento llevado a cabo por el Espíritu en Jerusalén. 

En realidad no debía haber sorpresa alguna, sino la acostumbrada fiesta religiosa a la que acudían judíos de todas partes. 

¿De los cristianos? Ni hablar. Era una pobre gente sin futuro, pues ¿a dónde iba a ir un grupo de personas sin organización y sin cabeza? Ésta le había sido cruelmente arrancada con la crucifixión de Cristo. Indudablemente, Jesús tenía carisma, por lo que arrastraba tras de sí a muchas personas. Pero, “muerto el perro, se acabó la rabia”. No había, pues, nada que temer. Lo más que podían hacer los cristianos era echarse a llorar; y derramar lágrimas, aun contratando multitud de plañideras, no es notable novedad ni gran peligro. Los judíos, pues, no tienen por qué preocuparse. 

Pero el Espíritu tiene recursos que no conoce la política ni la sociología. Muy pronto, los sesudos cálculos humanos quedaron desbordados. 

La cosa empezó con un ruido. Pero me pregunto, ¿qué estruendo pueden hacer los adoloridos cristianos, que atraiga la atención de la ciudad de Jerusalén? Si hubo que esperar hasta el siglo IX de nuestra era para que los chinos inventaran la pólvora, veo difícil que un pequeño grupo llame la atención a pura garganta, pues ni siquiera disponían de un par de espadas para entrechocarlas. Pero “de repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban.” El mismo viento (rúaj elohím) que “se cernía” sobre el caos primordial (tóhu, bóhu: Génesis 1,2), cubre ahora el vacío histórico, existencial, como para una nueva creación o una creación renovada: “Envías tu espíritu (soplo) y son creados, y renuevas la faz de la tierra.” (Salmo 104 [103],30). 

No hay descripción del tal ruido, pero al escucharlo, “acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.” Las lenguas que habían sido “confundidas” (Gn 11,9), profieren ahora sublimes alabanzas al Altísimo. Las palabras de estos hombres toscos son, por el Espíritu, capaces de conmover las entrañas y de crear vida sobre antiguas arideces, tal como lo dijo el Señor por boca del profeta Ezequiel: 

“Pronuncia un oráculo sobre estos huesos y diles: ¡Huesos secos, escuchad la Palabra del Señor! Así dice el Señor a estos huesos: «Yo mismo traeré sobre vosotros espíritu y viviréis. Pondré sobre vosotros tendones, haré crecer sobre vosotros carne, extenderé sobre vosotros piel, os infundiré espíritu y viviréis. Y sabréis que yo soy el Señor». Y profeticé como me había ordenado, y a la voz de mi oráculo, se produjo un ruido, hubo un estremecimiento…” (37,4-7). 

No cabe duda de que aquel sonido resonó más en el corazón que en los oídos, impulsando a la multitud hacia la casa en que estaban los discípulos. 

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