¡Navidad! ¡Fiesta de nuestra dignidad!

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¡Mañana es “noche buena”! Y el martes próximo, Navidad! Es oca­sión gozosa, de sana alegría, de ameno encuentro familiar esperado con ansias para cenar, almorzar y compartir juntos; para el abrazo cálido y fraternal que renueva afectos; momento propicio para la evocación y el recuerdo. Resulta imposible no asociar la Navidad a lo festivo aunque también es verdad que resulta inevitable para muchos la nostalgia.

Cuánto es de lamentar el hecho de que muchas familias que para esta época pudieran encontrarse y renovar sus vínculos, se dispersan y segregan. Toma cada uno su rumbo y se desaprovecha una ocasión tan hermosa para revivir los más nobles sentimientos, enriquecer la convi­vencia, fomentar el perdón y forta­lecer los valores del amor, el en­cuentro y la alegría.

No obstante, con el paso de los días no deja uno de sorprenderse de lo mucho que vamos perdiendo los seres humanos en lo que respecta a la captación de lo esencial. El predominio del ruido. La dispersión interior. El caminar sin rumbo hacia ninguna parte. La creciente por no decir que en muchos ya imposible dificultad para detenerse, para hacer un poco de silencio interior. Esa imperiosa necesidad de hablar en todo momento, de estar conectados a un chat, rasgo esencial de nuestro tiempo. La absurda manía del consumo incesante en el que tantos parecen encontrar la justificación de su valer. Volcados indeteniblemente hacia la exterioridad se nos va embotando el interior.

Y es este el gran miedo que me asalta cuando llega nuevamente cada año la fiesta de Navidad. Que en medio del torbellino, se nos im­posibilite apreciar y comprender su sentido verdadero y pleno.

¿En cuántas familias esta noche, antes de la cena, se leerá y meditará la Palabra santa que nos recuerde que tanto nos amó Dios que un día decidió hacerse humano y venir a nosotros sin pompas ni carruajes, sin vanidad ni lujo para dignificar­nos y hacernos mejores; para ofrecernos un camino nuevo y verda­dero de realización y de esperanza perdurable?

Cuan deseable fuera que todas las familias que puedan dedicaran un momentito de esta noche a sintonizar con lo esencial de la Navidad. Y es que entonces, no resultaría difícil el que nos diéramos cuenta de las muchas veces en que no hemos estado a la altura de su significado. No sería imposible comprender, entonces, que hoy, mientras celebramos alegres, en muchos se ha perdido la ilusión y la esperanza; que lo que abunda en nuestra mesa falta en la de muchos otros que han sido dejados en la orilla; no sería imposible comprender que el espíritu de la Navidad se apaga cuando el egoísmo atrofia la solidaridad, cuando el cinismo y la hipocresía arruinan la autenticidad; cuando el otro deja de ser para no­sotros un igual y queremos instrumentalizarlo al servicio de nuestros caprichos.

¡Cuánto nos falta aún para que la Navidad sea pan nuestro de cada día! Cuánto para comprender que, como afirmara Kant, “las cosas tie­nen precio y las personas dignidad”.

 

¡FELIZ NAVIDAD

PARA TODOS!

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