Mirar al cielo con los pies en la tierra

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Cuando este domingo celebramos la solemnidad de la Ascensión del Señor más de uno pensará que se trata de una fiesta que resalta la vida celestial, y entenderá como tal aquella vida que se espera des­pués de la muerte. Los textos que leemos en la liturgia de la Palabra parecen contradecir este pensamiento. Nos hablan del compromiso cristiano ante la ausencia física del Maestro. En tal sentido es una fiesta que apunta a la vida en la tierra, no a la vida en el cielo.

La primera lectura resalta de modo admirable este compromiso cuando el mismo Cristo Resucitado antes de ascender dice a sus discípulos: “Recibirán la fuerza del Espí­ritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”. A la luz de esta promesa y mandato pienso que debe leerse la interpelación que aparece más abajo en el texto: “Hombres de Galilea, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?” Cuando es la hora del compromiso cristiano no se vale quedarse embelesado mirando hacia las nubes.

También el Evangelio reco­ge la misma idea. Aquí el Re­sucitado recomienda a sus seguidores: “Permanezcan en la ciudad, hasta que sean re­vestidos con la fuerza que vie­ne de lo alto”. Fíjate, amigo lector, en el “permanezcan en la ciudad”. Jesucristo no les dice: “vámonos conmigo al cielo”. Es cierto que debemos apuntarle al cielo, pero con los pies bien firmes en la tierra. La ascensión no debe ser vista como una fuga del mundo, sino como el momento final de un camino que transcurre en permanente subida. Y, como sabemos, toda subida exige su cuota de fatiga, pone a prueba nuestra resistencia y compromete nuestras energías. La ruta que nos lleva al cielo no es un paseo; es el camino de la vida cotidiana con sus exigencias inmediatas.

Si bien es cierto que la As­censión es la fiesta de la espe­ranza cristiana, puesto que nos recuerda que Cristo “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su camino” (oración colecta de la misa de la Ascensión), no es menos cierto que mientras ese mo­mento llega debemos comprometernos con este mundo. La vida es una obra en dos volú­menes, el primero debemos escribirlo aquí, con los pies bien plantados sobre la tierra; el segundo, continuación in­mediata del primero, corres­ponde vivirlo en la eternidad. Si intentamos escribir el segundo volumen antes que el primero, lo más probable es que la obra pierda su coherencia.

El Maestro se ha ido, pero “no se ha ido para desentenderse de este mundo”. Ahora se hace cargo de él a través de sus seguidores. Su nuevo cuerpo. La comunidad cristiana. La Iglesia. Por eso es necesario que los cristianos miremos la tierra; no el cielo. Es a través de una mirada comprometida con la tierra como logramos ver claramente el cielo. “¿Qué hacen ahí plantados mirando al cielo?” No se puede mirar directamente al cielo mientras caminamos en la tierra. Nos tropezamos y caemos.

El compromiso con la tierra conlleva que quitemos todos los obstáculos que impiden que avancemos en nuestro camino de subida. Imagínate subiendo una cuesta mirando todo el tiempo hacia arriba. ¿No sería catastrófico? Y si te quedas parado peor, no avanzas, te cansas y te derrumbas. Pues bien, es cierto que nuestra meta es el cielo, pero solo como prolongación de la ­tierra.

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