Los montes de Dios

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Pienso que cada una de esas montañas, el Horeb de Elías y el monte

donde está Jesús, tendría su propia fascinación.

Horeb, el monte de Dios. Allí está Elías, según nos cuenta la primera lectura de este domingo. Y Jesús, “después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar”, nos narra el evangelista Mateo. El monte aparece en ambos casos como escenario del encuentro con Dios. Tanto Elías como Jesús van allí para rehacer sus fuerzas. El primero lleva un buen tiempo huyendo de las intenciones asesinas de Jezabel, esposa del rey Ajab; el segundo sube al monte después de una agotadora jornada de predicación y atención de las necesidades de la muche­dumbre que lo seguía. Allí ambos encuentran sosiego bajo el amparo de Dios. Encontrarían quietud y disfrutarían de inigualable calma. Al subir a la montaña sentirían que algo se transforma dentro de ellos gracias a la quietud que experimentan.

En el caso de Elías sube a la montaña buscando tranquilidad al verse abrumado por el miedo provocado por la persecución a la que se ve sometido. Me recuerda la “Subida del monte Carmelo”, de san Juan de la Cruz. Solo se llega a la cima después de pasar por la oscuridad, la niebla, las penalidades y el cansancio. Jesús, por su parte, sube al monte en busca de descanso, tanto espiritual como físico, al final de una jornada agotadora, para volver luego a trabajar con gusto. Muchas narraciones míticas relacionan la paz que se experimenta en las montañas con la energía originaria que mueve la vida.

Un detalle que no podemos pasar por alto en ambas narraciones: Tanto Elías como Jesús pasan toda la noche en sus respectivas montañas. El encuentro que tienen con Dios debió ser similar también: “un sonido de puro silencio”. Y es que Dios muchas veces se hace presente en su ausencia (el silencio). Un silencio que solo puede ser captado por el oído formado en una arraigada sensibilidad espiritual.

Pienso que cada una de esas montañas, el Horeb de Elías y el monte donde está Jesús, tendría su propia fascinación. No solo se igualarían en su atmósfera silenciosa que permitiría escuchar el susurro de Dios, sino también dejarían ver la sublimidad del paisaje. Cada una presentaría su propio paisaje, sin lugar a duda; no obstante, una y otra permitiría ver a Dios a través de la peculiar belleza de su entorno. Pienso ahora en el Tabor, monte que se identifica como el lugar de la transfiguración del Señor, y el monte Sinaí (¿el mismo Horeb?), tan mencionado en el Antiguo Testamento. He tenido la dicha de estar en la cima de ambos. Cier­tamente los paisajes que se vislumbran desde allí son muy distintos, pero en ambos lugares Dios se hace presente en su peculiar misterio. Uno siente que la vista se abre y el corazón se ensancha. ¿No es legítimo hablar, entonces, de experiencia de Dios?

Muchos pueblos y culturas han identificado montañas sagradas. Son signo de algo misterioso. “habitáculo de los dioses”, se las suele considerar en las religiones naturales. En ellas las personas suelen experimentar más intensamente la cercanía de Dios. En la cima de una montaña podemos encontrar la quietud que somos incapaces de experimentar en los valles de la vida. Estos últimos son signos del combate, en los valles y llanuras se enfrentan los ejércitos enemigos.

Es el ámbito de lo ordinario-profano, de las luchas diarias. Jesús sube al monte, repito, des­pués de haber atendido las necesidades de la multitud que lo seguía por todas partes. En la cima de aquel monte sin duda experimentaría como el amor de su Padre lo envolvía y lo alentaba para conti­nuar con su misión.

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